Ha pasado demasiado tiempo, pero el renacer del Hospital Militar de la capital hispalense con el nombre de una víctima de ETA es un acto necesario y fundamental de “memoria, dignidad y justicia”. Aquel 16 de octubre infausto, la ciudad entera se volcó para que los dos terroristas fueran capturados, después de que abandonaran a la carrera, como ratas, la consulta de Cariñanos tras asesinarle: fueron los ciudadanos, en taxis, coches y a pie los que se echaron a la calle para intentar detenerles.
Hoy, esa ciudadanía, sevillana y española, ha visto reparada en cierta medida la herida mortal que ya nunca caerá en el olvido, sanando mejor. Porque es una sociedad en su conjunto, elevándose con grandeza y alejándose de la miseria y la vileza, quien -con reconocimientos indiscutibles de esta naturaleza- tiene la posibilidad de redimirse, de resarcirse, de salvarse. En cualquier momento. En todo contexto.
Las víctimas de ETA son la base moral de nuestra democracia y la causa ontológica que, en tiempo presente y futuro, obligatoriamente ha de llevar a todo un pueblo a regar cada día la planta de la libertad. Se sacrificaron sin que nadie se lo exigiese. Son héroes, sin provocarlo ni quererlo. Dejaron un vacío de inacabable final que sólo la reivindicación indeleble de su honor puede cubrir.
No dejemos nunca de evocarles, de mantenerles en lugar preeminente, el único posible y aceptable. Y, sobre todas las cosas, no cejemos en alejar de su legado limpio a quienes, en su pobreza de espíritu, abrasados en su iniquidad y embebidos de su ignominia, no comprenden el alcance duradero e imborrable, de ley, de figuras portentosas y ya eternas como la de Antonio Muñoz Cariñanos.