Sociedad

Infancia de Madrid, los parabolanos del siglo XXI

CARTA ABIERTA

· Por Francisco Gil Picart, padre de un maravilloso niño autista

Viernes 07 de febrero de 2025

Aniol, hijo mío, tú no tienes la culpa…

No tienes la culpa de vivir en un país indigno.

No tienes la culpa de vivir en un país sordo, ciego y mudo ante el despotismo y el avasallamiento que puede llegar a perpetrar la Administración contra unos progenitores y su niño.

No tienes la culpa de vivir en un país indiferente donde se le puede arrebatar a una familia, sin la mediación de un juez, su bien más preciado: un hijo. Tú.

Ni tu madre ni tu padre tampoco tienen la culpa…

Esta es nuestra historia.



Una denuncia por violencia de género arrancó a Aniol de mi lado en mayo de 2021. En ese mismo instante, desaparecieron todos mis derechos, esos que están recogidos en la Constitución de este país que presume salvaguardar las garantías de sus ciudadanos. La presunción de inocencia se volatilizó como por ensalmo, mi credibilidad era idéntica a la de una cabra y, lo más grave y doloroso, me separaron de mi hijo. Un niño autista y extraordinario. Un niño que quiero como nunca he querido, ni querré, a nadie y por el que no solo moriría sin pestañear, sino que vivo para él.

Como decía, me separaron de Aniol y comenzó un angustioso periplo para abrazarle de nuevo. Tras interminables meses de lucha, el Punto de Encuentro Familiar Barcelona Ciudad 3 (otra lacra más al servicio del sistema donde se vulneraba el interés del crío sistemáticamente), fue el antro designado para que nos viéramos en unas condiciones vergonzosas, impropias de una relación padre e hijo.

Veía a Aniol dos horas cada quince días… Cada quince días. En 43 ocasiones tuve que cruzar aquella puerta de la ignominia para estar con mi hijo. Humillaciones, tratos vejatorios y un continuado abuso de poder, eran la constante que tuvimos que soportar el niño y yo. Mis reiteradas protestas en defensa del bienestar del pequeño, desembocaron en una decisión unilateral para suspender esos encuentros. Al parecer, el equipo técnico de un chiringuito de estas características, posee el poder suficiente para negarte a tu hijo sin necesidad de que un juez lo corrobore.

Esto solo puede ocurrir en un país que no vela adecuadamente por sus menores. Y en España, sucede.

Durante este periodo de dolor infinito sin ver a Aniol, la madre y yo arreglamos nuestras diferencias, perdonamos nuestros errores mutuos y decidimos vivir en paz. Probablemente seamos de las poquísimas parejas que han superado tal bache y reconducido su vida con respeto y sinceridad mutuos. Aunque al parecer, este comportamiento no esté bien visto en España; y todo lo que no sea destrozarse el uno al otro por toda la eternidad, no es asumible. Nosotros tomamos otro camino. También he de decir que la madre alberga una calidad humana excepcional.

Habiendo enterrado el hacha de guerra, la madre, que arrastra una enfermedad desde hace mucho tiempo, decide sabiamente internarse de forma voluntaria en un centro especializado para acabar con su anomalía. Y me pide que Aniol vuelva a su verdadero hogar, con su padre. La felicidad más absoluta tocaba a mi puerta.

Tras casi seis meses sin ver al pequeño, le recojo de casa de su madre y volvemos a estar juntos. La pesadilla había terminado. Aniol vuelve a sus orígenes y retoma una vida en plena naturaleza, donde es inmensamente feliz. Paseos interminables por las montañas, una dieta perfectamente confeccionada para sus necesidades y un metódico trabajo de aprendizaje, estructuraban una rutina tan rígida como llena de libertad para el niño. Su cara resplandecía como las flores en primavera y su preciosa sonrisa se tornó perpetua.

Pero esa felicidad no podía durar mucho tiempo… No. En España, con estas instituciones dictatoriales, es imposible. Infancia de Gerona averigua que la madre está internada y que Aniol vive conmigo… Y la Caja de Pandora se abre.

Los parabolanos del siglo XXI se erigen en azote de la cristiandad y arrancan, literalmente, a un hijo de su padre y a un padre de su hijo. Fue un triste 22 de enero de 2024.

En una escena que jamás olvidaré por muchos años que viva, Aniol es apartado de su principal figura de referencia, de la persona en quien más confía, para encerrarlo en una cárcel. Mi hijo, con los ojos desorbitados, imploraba con la mirada que no le separaran de su padre. Y este padre, destrozado por la impotencia y el dolor, lloraba sin tasa en la habitación de la vergüenza de un edificio de Ripoll. No cabía mayor horror.

183 días permaneció Aniol en esa prisión disfrazada de centro de acogida en Gerona. Vallas altísimas, cámaras de seguridad por doquier y vigilantes en las puertas, conferían un aspecto carcelario a las dependencias donde mi hijo permanecía legalmente secuestrado.

Unos técnicos fanáticos elaboraron informes falsos, repletos de mentiras y ocultaciones de la verdad, para armarse de razones que justificaran sus atrocidades. Con una soberbia hiriente y una prepotencia digna de la Gestapo, me escucharon como al que escucha el repiqueteo de la lluvia contra el cristal. Por supuesto, me impidieron ver a Aniol.

Mi hijo, en ese presidio infame, ha sufrido lesiones en brazos y piernas, rotura de labio y, en el colmo de la negligencia más absoluta fue extraviado durante varias horas en una excursión. Tuvieron que intervenir los cuerpos de seguridad, con drones, para hallarlo. Cosa que no consiguieron. Y fue gracias a una familia, que le encontró tras unos matorrales, quien le devolvió a su cárcel.

Podría relatar un sinfín de historias acontecidas en esos 183 días, descorazonadoras todas ellas y vividas en primera persona, porque no abandoné jamás al niño. Pero lo dejaré para un próximo artículo.

¿Increíble? Sí, pero en este país puede suceder este esperpento. Y otros peores.

Tras 183 días de cautiverio, los omnisapientes técnicos de Infancia de Gerona, deciden con gran magnanimidad, “prestarle” un tiempo el niño a su progenitora. El 22 de julio es el día de la amnistía y Aniol regresa con su madre. Ella y yo, pensando siempre en el bienestar de nuestro hijo, decidimos que permanezca conmigo en Ripoll. Ahí está su verdadero hogar, sus auténticas raíces y donde el pequeño se siente mejor.

Me encuentro un niño pálido, demacrado e hiperactivo. Aunque su esencia sigue siendo la misma: la de una criatura celestial y maravillosa. Poco a poco, con mucha paciencia y amor infinito, volvemos a retomar nuestra rutina, nuestra dieta y nuestros larguísimos paseos por los alrededores de Ripoll, esos que tan feliz hacen a Aniol. No transcurren muchos días hasta que el crío vuelve a tener ese aspecto tan saludable y hermoso que le caracteriza. Es un niño guapísimo. Afortunadamente, ha heredado los rasgos de la madre.

Pero el infortunio, y los parabolanos de este esperpéntico país, vuelven a aparecer. 32 días después, alguien avisa a los servicios sociales de que ha visto a Aniol con su padre. Ripoll es un pueblo pequeño y personas inoportunas hay en todas partes. Y la maquinaria de la Santa Inquisición vuelve a chirriar. Contactan con la madre inmediatamente y la hacen responsable de la muerte de Jesucristo 2000 años atrás… La intimidan y la amenazan como si fueran una criminal. Asustada, me llama para que lleve el niño a Aranjuez (ella vive allí). Con todo el dolor de mi corazón y con el estómago encogido por el miedo a perderle nuevamente, Aniol y su padre ponen rumbo al centro de la península.

El 21 de agosto ambos entramos en casa de la madre. Aniol, que en su universo de candor infantil algo intuía, estaba inquieto y asustadizo. No quería separarse de mí en ningún momento. Yo, que auguraba que nada bueno podía salir de aquella situación, era un manojo de nervios. Y la cara de la madre era un homenaje a la preocupación. A pesar de la orden de alejamiento, tan innecesaria como conminatoria, decidí quedarme para que Aniol asimilara el cambio.

Dos días más tarde tuve que salir casi huyendo de Aranjuez, porque de lo contrario sería detenido. Llantos, lamentos, angustia y una pena infinita era lo que se respiraba en aquella casa invadida por la congoja. Una vez más, Aniol y su padre iban a ser vilmente separados.

Lo más importante para un niño autista es la previsibilidad, la ausencia de cambios en su día a día. Nada de esto les importó a los técnicos de Infancia de Madrid, que toman el testigo de los catalanes, pero con las mismas perversas intenciones e idéntico modus operandi. La mafia institucional volvía nuevamente a interponerse en nuestras vidas.

Por cierto, según relata la madre, un trabajador social del ayuntamiento de Aranjuez, de nombre Ángel, le dijo que fue testigo presencial de la sonrojante disputa entre Infancia de Gerona e Infancia de Madrid por la subvención de Aniol… Lo que ocurre en las instituciones españolas es bochornoso y de vergüenza ajena. Nada nuevo bajo la capa del sol.

Y la peor de nuestras pesadillas se hace realidad. Arrancan al niño de su madre con amenazas y coacciones, llevándoselo a un centro en Hortaleza. Personas nuevas, un espacio distinto, un paisaje diferente fueron las sensaciones que experimentó Aniol. Justo lo contrario de lo que necesitaba. Muchas veces pienso, y el mundo se me viene encima, la cantidad de veces desde el fatídico 22 de enero que mi hijo ha sentido confusión, miedo, incertidumbre y soledad. No poder proteger a tu propio hijo de todas estas adversidades, es lo más duro que me ha sucedido en la vida. Impotencia, rabia, pena y frustración perpetuas copan la cotidianidad de este padre.

Pero mi hijo aún tuvo que soportar otro cambio más. Una nueva ciudad, otra gente, otro edificio… Como decía antes, la estabilidad que precisaba Aniol volvía a estallar por los aires debido a la estulticia y arrogancia del III Reich. La pobre criatura aterrizaba en El Escorial, en una residencia de menores de nombre Julio Martínez Bujanda II. Un día después, este padre ponía rumbo a la localidad madrileña. Viviría en mi coche, sí, pero no iba a abandonar a mi hijo.

Entretanto, se produce una noticia positiva. El juez titular de Ripoll, en una providencia decreta que este padre y su hijo pueden volver a verse. Hecho que es inmediatamente comunicado a Infancia de Madrid, con la ínclita Ana Belén Hernández Nieto a la cabeza. Oídos sordos. Esa resolución no interesa a estos desalmados. La subvención que reciben mensualmente por Aniol es sumamente tentadora. Cuanto más tiempo esté en sus fauces, más lucro para la empresa. Hay que resaltar que un niño especial como Aniol, triplica la cuantía que se percibe por un niño no autista. La manzana de Eva está al alcance de la mano en un país donde el secuestro de niños por parte de la Administración, se ha convertido en un negocio legal. Vergonzoso.

Desesperado por volver a abrazar a mi hijo, viajo a Madrid para solicitar audiencia con su majestad Ana Belén Hernández. Allí soy imbuido en un farragoso lodazal burocrático para dilatar lo máximo posible el tiempo de espera. Y estos fanáticos sin alma lo consiguen. Tras cinco requerimientos por mi parte, uno por semana, soy finalmente recibido por la técnica. La entrevista es un auténtico monólogo por mi parte, donde desmonto cualesquiera argumentos (pueriles todos ellos) que esgrimen en mi contra. Tal es así, que salgo de aquellas dependencias con un documento firmado, y que conservo, por ambas partes donde se reconoce mi derecho a ver al niño.

El colmo de la desfachatez llega escasamente dos horas más tarde. Mientras voy en tren hacia El Escorial, recibo una llamada de Infancia de Madrid. Un cosquilleo que no auguraba nada bueno, recorre mi cuerpo. Y no me equivocaba.

La arrogante Nieto, con otro de sus argumentos infantiles, dice que han “aparecido” nuevos informes sobre mí que deben ser estudiados y valorados. Por el momento, no podré ver a mi hijo. Y ante semejante derroche argumental, este padre debe resignarse a la inmundicia. Estos personajes no necesitan razonamientos lógicos ni pruebas veraces, porque ellos ostentan el poder absoluto. Y eso les basta. Desde entonces, no he vuelto a saber nada más de ellos… Ni lo espero.

No obstante, sigo a mi hijo en la distancia. Le observo cada día disimulado entre los árboles, detrás de los coches o por las rendijas de la valla de su nueva prisión. Mi idea es clara: estos intransigentes no impedirán que vea crecer a mi hijo.

Durante este período detecto graves irregularidades en el comportamiento profesional de los trabajadores del centro. Intento ponerlo en conocimiento de la directora, Elena García, una burócrata sin sentimientos que está más preocupada en proteger su puesto de trabajo que a los niños que tiene a su cargo. Su respuesta es asombrosa: silencio, solo silencio. Por fortuna, conservo todos los mensajes enviados al respecto. Porque llegará el día que todo esto se exponga en un juzgado y algunos deberán dar muchas explicaciones.

A mediados de octubre decido que se acabó el espionaje y pongo fin al disimulo y la precaución. Planto mi coche frente a la puerta del centro y, desde ese día, no me he movido de ahí. Duermo a escasos veinte pasos de la habitación de Aniol, le veo cada mañana cuando se marcha al colegio y cuando vuelve y, si hay suerte, las escasas veces que sale por la tarde a la calle.

Duele, duele muchísimo ver a tu hijo y no poder abrazarle. Duele muchísimo que cualquier persona, menos tú, pueda acercarse a él. Duele muchísimo que lo arrancaran de mi lado, con una vida perfecta, para darle otra que está a mil millones de años luz de la que tenía. Este padre, que en su momento dejó el trabajo para estar al lado de Aniol, cuidaba hasta el más mínimo detalle; desde los más importantes hasta los más nimios. La educación, el plan dietético especifico, la ropa (básica en un niño con gran sensibilidad al tacto), los constantes y necesarios paseos… Nada quedaba al azar o pasaba desapercibido.

Sin embargo, todo esto desapareció en la vida de mi hijo. Y lo más grave... También desapareció su felicidad. En la actualidad Aniol es un niño encorsetado en una vida que no merece. Una vida donde pasa casi todo el tiempo encerrado entre cuatro paredes, la dieta que sigue es paupérrima, le visten como les da la gana (a pesar de que la madre le ha llevado una ingente cantidad de ropa adecuada) y su colegio actual hubiera sido mi última opción.

Veo a mi hijo y noto cómo se marchita un poco más cada día. Camina triste, sus ojos no brillan y su carita hace tiempo que dejó de resplandecer. Se ha convertido en un remedo de sí mismo.

Pero mi capacidad para soportar la mezquindad humana aún debía enfrentarse a otra prueba. Y a buen seguro que no será la última…

A mediados de enero se produce una gran noticia. La sentencia del juicio penal que tenía pendiente es ABSOLUTORIA. Soy inocente. El argumento que esgrime Infancia de Madrid para apartarme de mi hijo, se desvanece. La noticia cae como un jarro de agua helada tanto en la sede de los secuestradores (Madrid) como en la de los carceleros (El Escorial), quienes deseaban algo muy diferente para cargarse de razones que dieran veracidad a sus oprobiosos argumentos. Al individuo molesto que se ha “empadronado” en la calle Bailén número 4 de El Escorial, un juez le da la razón.

Pero estos fanáticos, en lugar de hacer examen de conciencia y replantearse la situación, demuestran, una vez más, su baja catadura moral y aprietan aún más las tuercas a este padre y su hijo. La máxima que dice que el interés superior del menor debe ser prioritario, se la pasan por el arco del triunfo en detrimento del “interés superior de la subvención”.

Pocas veces habrán visto estos burócratas un padre con mayor devoción y amor por su hijo. Y no solo de palabra, sino con hechos. Pero eso les da igual. Son dignos descendientes del Lazarillo de Tormes y predican con el ejemplo.

Esta es la auténtica verdad en este país. Una verdad silenciada sistemáticamente que encubre a estos funcionarios disfrazados de protectores de menores.

Como decía, las tuercas se aprietan y noto cambios en mi hijo. De repente, Aniol baja la cabeza cuando sale a la calle y me ve, previa mirada intimidada al educador de turno. Esto es algo que nunca había hecho, y que jamás haría a no ser que le hayan intimidado. Conozco a mi hijo mejor que nadie y sé cuándo sufre por algo. Y ahora está sufriendo a manos de estos miserables. No se lo voy a perdonar jamás.

También es de justicia reseñar que no todos los trabajadores de este centro tienen una insensibilidad absoluta. Hay algunos con corazón y sentido común que perciben la realidad. Pero se pueden contar con los dedos de una mano; y la velada amenaza de perder su empleo en caso de posicionarse, pende sobre sus cabezas.

Entretanto, la madre padece esta barbarie en silencio, obligada a ver a su pequeño dos míseras horas a la semana, y enclaustrados ambos en una habitación. Ella, siempre comedida y prudente, llora en la intimidad por esta forma tan antinatural de ver a su hijo arrebatado. La agonía, el tormento y el daño que nos infligen estos personajes dotados de poder omnímodo, son infinitos.

Aniol es un guerrero y su capacidad de resiliencia, extraordinaria. Pero eso no justifica que tenga que vivir esta vida. Una vida que no merece por culpa de estos funcionarios sin principios ni valores.

Yo solo soy su padre, pero Aniol es mi pequeño héroe, el amor de mi vida. Él lo es todo para mí. Y mientras me quede un soplo de aire en los pulmones y una gota de sangre en las venas, aquello cuanto haga será para él.

NO voy abandonar a Aniol, jamás. Seguiré viviendo en mi coche, junto a él, hasta el día que ambos salgamos de aquí, cogidos de la mano y sin mirar atrás.

Y eso llegará, hijo mío, te prometo que llegará.