En su libro menciona cómo ciertos discursos ‘woke’ pueden generar un efecto contrario al deseado, empujando a algunas personas hacia posturas extremas de signo contrario. ¿Cómo cree que se podría recuperar un debate equilibrado en la sociedad sin caer en la polarización?
Históricamente, la polarización política ha surgido como reflejo de, o respuesta a, un malestar social. Lo paradójico de nuestro caso es que dicho malestar no responde a una falta objetiva de bienestar: económica, tecnológica y jurídicamente, las sociedades occidentales contemporáneas son las sociedades más avanzadas que han existido. Entonces, ¿de dónde surge este malestar?
En primer lugar, además de la crisis existencial y de sentido del individuo posmoderno (algo ya resaltado por otros autores), en las últimas décadas se ha impuesto una educación que, con idea de rechazar el autoritarismo para ser “igualitaria” y amigable, sobreprotege a los niños, desvaloriza el esfuerzo y promete a todos una serie de “derechos” que el Estado no puede garantizar. Nada más representativo que frases tan de moda hoy en día como “tú puedes ser lo que quieras” o “ya eres perfecto tal y como eres”. Sin embargo, ante la frustración producida por el incumplimiento de estas promesas en el mundo real, el ciudadano es más propenso a caer en aquellos populismos que justifican su malestar, ya sea encontrando un chivo expiatorio o prometiendo más y más derechos capaces de retribuir las injusticias sufridas.
El problema de los discursos woke o de las teorías de la Justicia Social Crítica es que, al justificar y fomentar un sentimiento de agravio mediante una visión del mundo centrada en la opresión de unos colectivos sociales sobre otros, se está promoviendo una ruptura social que lleva a más insatisfacción y más polarización.
Por otro lado, además de las características del individuo contemporáneo, hay que tener en cuenta también el medio por el que los mensajes políticos se difunden hoy en día. Con ello me refiero al influjo de las redes sociales, que simplifican la información al reducirla al formato exigido (formato que premia la brevedad y la inmediatez) y, como se ha visto en varios estudios, por sus características y algoritmos fomentan la producción y reproducción de noticias falsas y de posturas incendiarias —más llamativas y por tanto con mayor número de likes—. Por si fuera poco, como despersonaliza a los usuarios, promueve interacciones más violentas.
Una medida razonable es la que se está tomando ya en algunas plataformas de “contextualizar” las noticias sacadas de contexto o falseadas; sin embargo tampoco se puede asegurar la imparcialidad de los moderadores.
También analiza cómo el concepto de la mujer se ha ido desdibujando en la actualidad. ¿Cuál considera que es el mayor riesgo de esta tendencia y cómo podría afectar a futuras generaciones?
Los riesgos son múltiples y, a mi parecer, ya se empiezan a materializar.
Las nuevas vertientes del feminismo se caracterizan por considerar que toda diferencia entre hombres y mujeres es producto de una construcción social o, en otras palabras, producto del Patriarcado. Esta postura, ignorando el papel que juega la biología sobre nuestra especie, tiene una consecuencia paradójica: si la seguimos hasta sus últimas consecuencias, lleva necesariamente a rechazar la diferencia en sí (considerada como producto del Patriarcado) y a devaluar las cualidades o intereses para los que la mujer está mejor predispuesta biológica y evolutivamente. Piénsese por ejemplo en la conocida como “paradoja de género”, replicada ya en varios estudios, con la cual se ha podido ver que las diferencias de elección de carrera entre hombres y mujeres, lejos de disminuir en las sociedades más igualitarias, aumentan. Es decir, cuando se tiene más libertad para elegir, hombres y mujeres tienden a mostrar intereses más diversos. No obstante, seguimos insistiendo en que las jóvenes tienen que estudiar esta u aquella carrera porque allí no hay suficientes mujeres, que tienen que desear ser más competitivas, más agresivas…; en definitiva, perseguir unas cualidades e intereses que, por asociarse con lo masculino, se interpreta que tienen más valor. ¿Cómo puede llamarse feminismo una doctrina que, en lugar de ensalzar lo femenino y reivindicarlo, lo rechaza? Evidentemente cada cual, hombre o mujer, tiene derecho a estudiar lo que quiera (y esto es así desde hace décadas), y a comportarse de la manera que le sea más natural, pero presionar a los individuos a actuar en cierto modo en base a su género, más que un avance, es un retroceso.
Así pues, no es de extrañar que el término feminismo se haya vuelto algo polarizante, llegando incluso a haberse reducido el número de personas que se identifican con el término, algo que sin duda desprestigia el concepto tradicional de feminismo y por tanto supone una regresión que, en caso de reflejarse políticamente, podría comportar también una regresión en cuanto a ciertos derechos.
Por si fuera poco, la unión del nuevo feminismo con los movimientos queer y transgénero —unión necesaria desde el momento en que el sexo es entendido como un constructo social, puesto que si ello es así, no hay razón alguna para pensar que cada uno de nosotros no podamos ser el género que queramos— está llevando a las nuevas generaciones a una profunda crisis de auto-identificación, cuya consecuencia más obvia es el aumento desproporcionado de casos de disforia de género.
«Que nosotros queramos, como seres humanos, trascender a nuestra condición biológica, es algo que nos es propio, pero que se plantee la superación del sexo como algo no sólo posible, sino deseable, no lleva más que a un engaño y a una mayor crisis de identidad»
En la sociedad actual, parece haber una creciente intolerancia hacia opiniones divergentes, incluso en entornos que abogan por la inclusión. ¿Qué papel juegan los medios de comunicación y las redes sociales en esta paradoja de la tolerancia?
Las redes sociales y los algoritmos de búsqueda por internet tienden a presentar ante los individuos un mundo casi homogéneo, donde sus ideas se reproducen y refuerzan; algo conocido como sesgo de confirmación. En efecto, las redes sociales nos unen con gente que opina lo mismo que nosotros y nos sugiere contenidos que van en línea con los contenidos que hemos buscado con anterioridad, fomentando una suerte de homogeneidad digital que promueve el tribalismo (una visión del “ellos contra nosotros”) en lugar de enfrentarnos con diferentes perspectivas que puedan llevarnos a cuestionar nuestros presupuestos y a la reflexión.
Los medios de comunicación tradicionales han de pujar por servir como fuentes de información más fiables, contrastadas y profundas que las redes. El problema es que, en muchos casos, han tratado de competir con las redes sociales jugando al juego de éstas, es decir, centrándose en la rapidez de la información y en su capacidad sensacionalista y llamativa, competición destinada al fracaso y que devalúa su credibilidad. Sólo si consiguen rechazar las tentaciones de estas nuevas características del mercado de la información podrán mantener un papel diferenciado y con un valor social y político real.
Usted habla sobre la importancia de la identidad y la autenticidad. ¿Cómo puede una persona mantenerse fiel a sus valores en un mundo donde las etiquetas y las ideologías parecen definir cada aspecto de la vida?
La nuestra es una sociedad anhelante de identidad y, sin embargo, esto nos ha llevado a buscar la identidad personal en cuestiones como el color de la piel, el género o la orientación sexual. Precisamente en esto consiste el éxito de las políticas identitarias: en que ofrecen a sus seguidores una identidad (es decir, responden a la pregunta ¿quién soy?) y un sentido (¿a dónde voy?), que se encuentra en la lucha que cada minoría libra contra la injusticia que la define, además de suministrar un grupo al que cada uno pertenece. Las características individuales quedan supeditadas a la identidad de este grupo, que permite al individuo recuperar el sentido de pertenencia que la posmodernidad había perdido.
Para huir de esta narrativa, para buscar la identidad personal, es necesario atreverse a cuestionar lo dado o, como lo planteaba Kant al definir la ilustración, atreverse a pensar. La sociedad contemporánea, sin embargo, bombardeada por la publicidad y por los estímulos constantes que ofrecen los ubicuos smartphones, ha perdido la capacidad para quedarse a solas con sus pensamientos, para pensar, para pensarse. Es imprescindible que recuperemos cierta autonomía con respecto a las nuevas tecnologías, en especial con respecto al monopolio que sobre nuestra atención tienen las redes sociales y sus algoritmos diseñados precisamente para eso: para ocupar nuestra atención el mayor número de horas posibles. Este problema es particularmente crítico en el caso de la infancia, donde parece muy probable que el uso excesivo de las nuevas tecnologías afecte al desarrollo de ciertas capacidades necesarias tanto para una socialización efectiva como para el desarrollo de una identidad propia.
«Las políticas que impulsan una visión del mundo que culpabiliza a unos colectivos y victimiza a otros no hacen sino agravar los problemas»
Mirando hacia el futuro, ¿qué cree que se necesita para construir una sociedad donde realmente haya un respeto mutuo entre diferentes formas de pensamiento sin caer en censuras o imposiciones?
En primer lugar es necesario darse cuenta de que las políticas que impulsan una visión del mundo que culpabiliza a unos colectivos y victimiza a otros no hacen sino agravar los problemas, fomentando una ruptura social y un revanchismo eternos. Fenómenos tan claros como la mayor violencia entre parejas jóvenes o el auge de la extrema derecha en Occidente demuestran el fracaso de estos planteamientos.
Las políticas identitarias y la sumisión del discurso público a lo “políticamente correcto”, en lugar de unir a la sociedad y ayudarnos a superar nuestros problemas, ahondan en lo que nos diferencia e imposibilitan la discusión sobre muchos temas de gran importancia, creando una serie de tabúes sociales. Sin embargo, como cualquier aficionado a la psicología sabrá, no hablar de algo no es signo de haberlo superado, sino muy probablemente un impedimento para su superación.
El Estado y las leyes han de ser los primeros en dar ejemplo y trascender la idea de que hombres y mujeres, o miembros de esta o aquella minoría, han de ser tratados de forma diferente: todo ciudadano habría de ser considerado únicamente en relación a sus cualidades y a sus acciones, y no en relación a su pertenencia a una u otra minoría social. ¿Quedarán entonces en la sociedad rescoldos de prejuicios pasados? Lo más probable es que sí, pero éstos se irán apagando a medida que las nuevas generaciones, educadas en perfecta igualdad, reemplacen a las generaciones más arraigadas a los prejuicios de antaño.
Es, además, de vital importancia que se invierta en una educación que fomente la argumentación y el pensamiento crítico, una educación que recupere el valor de la objetividad, sometida ahora por la primacía de la subjetividad y el victimismo, una educación que premie el esfuerzo. Para llegar a ello es imprescindible que se trabaje en un pacto de estado entre los principales partidos para ofrecer una educación libre de sesgos, estable en el tiempo y exigente. Aunque lo hayamos olvidado por completo, la exigencia es parte fundamental de la calidad educativa. Esta exigencia, como digo, debe versar sobre la capacidad de discurso y de razonamiento, abandonando la obsesión actual por el aprendizaje memorístico. La memorización es un proceso cercano al dogma, mientras que la argumentación nos acerca al pensamiento y a la comprensión. El beneficio de este cambio de enfoque sería doble, ya que hoy en día más y más ámbitos de la vida en los que la memorización servía están siendo copados por las nuevas tecnologías y las IAs, con lo cual será inevitable cederles el terreno.