Lo que conocimos la semana pasada sobre Santos Cerdán, su mano derecha en el partido, sumado a otros desaciertos acumulados en la gestión y en la comunicación política, marca un verdadero punto de inflexión en una legislatura que ya parecía sobrevivir más por inercia que por convicción. La figura de Sánchez ha sido siempre polémica, polarizante y resistente, pero la impresión general en amplios sectores —incluidos algunos dentro del propio PSOE— es que se ha cruzado una línea difícil de revertir.
La tormenta no nace de un único escándalo, sino del desgaste progresivo de una fórmula de poder basada en la resistencia constante, las alianzas complicadas y un relato de confrontación. El caso de Begoña Gómez fue la gota que desató el episodio más teatral —y más sorprendente, casi berlanguiano— del presidente: sus cinco días de reflexión, encerrado entre papeles y decisiones. Pero tras ese momento emocional, ha seguido gobernando con la misma fragilidad con la que llegó a ese umbral. La promesa de una “regeneración democrática” quedó rápidamente diluida entre gestos repetidos, ruedas de prensa ensayadas y un discurso que ya no conmueve ni siquiera a los suyos.
Sánchez morirá políticamente de manera indubitable, como lo hizo Santiago Nasar en la novela de García Márquez. No obstante, conviene ser prudentes: a Sánchez se le lleva matando desde hace muchísimo tiempo y siempre ha sobrevivido con una especie de suerte providencial. Basta recordar los episodios de los años 2016 y 20127, cuando resurgió de sus propias cenizas al volante de su Peugeot tras dimitir como secretario general, para luego arrasar en las primarias del PSOE. O aquella votación en la que uno de los diputados del PP, por error o por despiste, contribuyó a sacar adelante una de las leyes clave de la legislatura. Sánchez es un superviviente nato, un equilibrista que sabe cuándo detenerse y cuándo acelerar. Y si algo ha demostrado en estos años es su capacidad para dar un giro inesperado cuando todos lo daban por acabado. Por eso, aunque su final parezca escrito, no sería prudente cerrar aún el libro.
Quizás lo más sorprendente —y grave— es que Alberto Núñez Feijóo no ha logrado construir una alternativa capaz de entusiasmar a una mayoría de españoles que estamos escandalizados y profundamente fatigados. La experiencia me dice que, si realmente aspira a gobernar, debe tomar decisiones audaces y asumir ciertos riesgos. En la vida —y también en política— las cosas no ocurren por arte de magia. No tengo claro cuál debe ser el siguiente paso, si una moción de censura u otra vía parlamentaria o electoral. Lo que sí tengo claro es que la sociedad española es, en su mayoría, moderada, y que las elecciones se ganan desde la centralidad. Por eso urge romper definitivamente con Vox, ese partido que en España actúa como el hermano ideológico de Donald Trump y Javier Milei. Con su discurso incendiario e intolerante no se puede ir ni a la vuelta de la esquina. Si Feijóo quiere liderar algo más que la oposición, debe hacerlo ya. Solo así podrá acelerar el final de esta agonía prolongada que terminará, tarde o temprano, porque como bien escribió Cervantes en El Quijote, “no hay mal que cien años dure”.