Ciertamente, como parafrasearon Rousseau y otros filósofos, la economía ha terminado por arrastrar a muchos de estos Estados democráticos hacia la inviabilidad, lo que les resta todo atisbo de libertad. Dicho de otro modo: cuando la economía falla, mantener viva la idea de libertad se convierte en un desafío casi imposible. La dependencia económica, tanto de los Estados como de los individuos, convierte la libertad en un concepto frágil, más retórico que real.
Hablando de libertad, me llama poderosamente la atención que el presidente argentino, Javier Milei, enarbole un discurso en torno a este concepto en casi todas sus intervenciones públicas. Culmina siempre sus publicaciones en redes sociales y sus apariciones televisivas con un sonoro ¡Viva la libertad, carajo!, acompañado de una verborrea desagradable y un tono impropio de quien ostenta el honor de ser jefe del Estado del país austral. Incluso su formación política se llama La Libertad Avanza, con las siglas LLA, y parece añorar aquellas ignominiosas “relaciones carnales” que Carlos Menem promovió con la administración estadounidense en los años noventa.
Sin embargo, todo ese lenguaje supuestamente libertario no se corresponde con sus actuaciones ni con sus decisiones, que en ningún caso pueden considerarse libres. Milei depende de otros para sobrevivir y propone un modelo de país tan poco libre que la macabra consigna parece ser “sálvese quien pueda”: una nación donde la educación y la sanidad son privilegios reservados a quienes solo puedan pagarlos, y donde la política neoliberal se lleva hasta sus últimas y más crueles consecuencias, sin tener en cuenta a las minorías ni cualquier otra circunstancia.
Ayer, durante su reunión con el presidente de Estados Unidos, el todopoderoso Donald Trump, sentí una profunda vergüenza ajena al ver cómo Milei mendigaba un rescate de unos cuantos miles de millones de dólares, afirmando sin tapujos que, de no recibirlos, la economía argentina corre el riesgo de colapsar en un futuro cercano. Incluso Trump, con el desparpajo al que nos tiene acostumbrados, le espetó que no habría dinero si no ganaba las elecciones, poniéndole deberes como a un mero súbdito. Fue como escuchar a mi padre —recientemente fallecido— cuando me decía, hace muchos años: “sales solo si apruebas”. Algo verdaderamente incalificable y vergonzoso para un país que se dice soberano.
La escena fue tan simbólica como reveladora. La libertad, en su sentido más auténtico, siempre debe ir ligada a la independencia. Si uno depende de otro, ¿dónde está la libertad? Milei retuerce este concepto hasta vaciarlo de significado: lo convierte en un eslogan, en una marca, en un grito hueco. La libertad que proclama no libera, sino que somete; no emancipa, sino que condiciona; no construye, sino que divide. Porque una libertad sin justicia social ni soberanía económica no es libertad: es una farsa con bandera propia y acento extranjero.