Hablo de aquellos para los que solo hay un modelo de mundo válido, ese en el que no solo somos responsables de nuestros propios actos, sino que también de alguna manera lo somos de aquellos otros que por la razón que sea, y sea quien sea quien lo haga, han sido ejecutados contra nosotros; se es responsable hasta del traicionero e inesperado golpe bajo recibido que no se vio venir. Aquí no hay metáfora que valga, se acepta un duro código, el de inhalar y exhalar el aire básicamente en un mundo único, cerrado y autorreferencial, al que uno se debe por completo y con el que debe siempre cumplir, sin excusa ni excepción.
La inclusión en este especial grupo siempre requiere del mismo ritual, el de ser el único titular del acto de un vencido que prácticamente ya está derribado y en el suelo, y todavía desea golpear una vez más, porque sabe que si no lo hace será expulsado de ese amado tiempo exacto y no lo quiere, ansía estar en ese preciso y concreto segundo del reloj, que no minuto dado que tal lapso de escasa duración que hay entre los dos extremos de ese momento sería sentido como intemporal e impropio, porque ante sí mismo es mucho lo que se juega, -no perder para siempre la imprescindible confianza en uno mismo que debe exhibirse para en el futuro alguna vez ganar-, y nunca se sabe si volverá a darse la oportunidad. Aquí el tiempo se asimila a la muerte en tanto que ambos son tratados por igual, como un enemigo invisible e invencible del que se tiene plena consciencia de su funesta existencia y de que inevitablemente alguna vez se presentará, probablemente sin avisar.
Exige inhibir por completo el instinto de sobrevivir, exige aprender a ejercer la voluntad sobre los primigenios impulsos humanos de la supervivencia; en cierto modo sin duda hablamos de locura, pero como una posible forma más elevada y pragmática de la cordura.
Te convences, con independencia del tamaño del rival, de que vas a ganar, de otro modo no podrías pelear. Y se entiende que el mismo dolor, que inevitablemente vendrá, no se siente siempre igual, que depende del propósito y del contexto. Y ahí está el motor, en el ansia de experimentar.
No solo es aceptar, es propiciar lo que la mayoría evita, pérdida y caos, es experimentar el momento presente como algo, de alguna manera, ya pasado y terminado. Aquí y ahora no son sino solo una parte de la construcción del allí y entonces. Dolor ahora, pero por encima disciplina y control, y en consecuencia, probablemente después, triunfo. Y si no que más da.
Quizás la escena cinematográfica que mejor lo expresa, en un largometraje que no es sobre el mundo pugilístico sino sobre el carácter, es el combate de boxeo entre Luke, interpretado por Paul Newman, y Dragline, interpretado por George Kennedy, en la película de 1967 dirigida por Stuart Rosenberg titulada “Cool hand Luke”, en España estrenada con el título “La leyenda del indomable”, que como se puede ver poco tiene en común con el original.
La autodisciplina, del indisciplinado protagonista respecto a la ley impuesta, le exige nunca abandonar, por ese motivo en esa escena al igual que en otras, noqueado, a duras penas se sigue una y otra vez poniendo en pie para reanudar el combate, cuando ya apenas puede defenderse. Memorable el momento cuando le gana el tiempo y humilla a sus malencarados carceleros con su contagiosa risa compartida por todos sus compañeros, tras animarlos a trabajar a una innecesaria agotadora velocidad para terminar de alquitranar una carretera antes de que caiga el sol.
La expresión que corresponde bajo mi punto de vista para los pocos que realmente son así, no sería indomable ni mano fría (traducción literal de cool hand), dado que a las personas que me refiero no son salvajes ni indómitas, no son salvajes porque tienen un código propio que cumplen y no se saltan, y no son indómitas porque se imponen un orden que no busca aprobación y, pese a quien pese, del que no se desvían jamás, no hay incoherencia alguna en todo ello; y tampoco tienen siempre la mano fría pues no están faltos de emociones, sentimientos y lealtades, cuestión distinta es que sobre ellas imponga siempre su voluntad, al ser esta su sempiterna regla, con independencia de quien caiga, incluso si el que tiene que caer es él. De ahí el final de la película.
Creo, aunque sé que es incurrir en un error lingüístico dado que la palabra no existe, que mejor sería en este ejercicio de abstracción prescindir por no describirlo con exactitud de “invicto” y de “invencible” para llamar a tal sujeto, con esa particular característica en su alma, “Invencido”.
Y lo digo porque dado que por supuesto está vencido para casi todos los simples racionales de cómoda primera vuelta y poseedores de vulgares comunes ojos, para él todo está en su voluntad y por eso con tal de dar sin solución de continuidad un golpe más, se abstrae de su dolor y de toda posibilidad de rendición, está dispuesto a recibir lo que haga falta sin importar el final; es una forma de manifestar en silencio a su oponente, ni siquiera todos estos tuyos pueden impedir que te lleves uno mío más, tú mismo. Retan con ¡Veremos quien se cansa antes! Y hacen suyo el lema “Me partes, pero no me doblas”. Y ello, aunque alguno no lo quiera [ni lo pueda] comprender.