Aquel día, las Cortes no aprobaron una ley; firmaron su propia sentencia de muerte. Y lo hicieron con entusiasmo, cambiando de chaqueta en tiempo récord, convencidos de que el nuevo régimen les garantizaría impunidad, prebendas y continuidad personal. Fue, en definitiva, la primera gran traición a la España que ellos mismos habían contribuido a construir.
El haraquiri del Movimiento Nacional
La Ley para la Reforma Política, presentada por Torcuato Fernández-Miranda y defendida por Adolfo Suárez, era el vehículo que permitía desmantelar desde dentro el sistema nacido del 18 de julio. Se nos dijo que España necesitaba un cambio, que era necesario abrir el país a la democracia, que había que adaptarse a los nuevos tiempos, se habló entonces de “la ley a la ley” y sin rupturas. Nadie discute eso. Lo que se discute, y se denunciará siempre, es el modo en que se hizo: entregando la soberanía nacional a intereses ajenos, desmantelando las instituciones sin un plan patriótico y poniendo los cimientos de un sistema que pronto demostraría ser el instrumento perfecto para dividir, desmovilizar y corromper a la sociedad española.
La paradoja es evidente: las mismas Cortes que representaban el espíritu de unidad, de servicio y de sacrificio de una España renacida de sus cenizas, aprobaron el texto que las liquidaba. Ni uno solo de los grandes principios del Movimiento fue respetado: ni la unidad de la patria, ni la justicia social, ni la independencia nacional. Se impuso la consigna del oportunismo y la cobardía. A partir de aquel momento, la política española ya no giraría en torno al bien común, sino en torno a los intereses personales de los nuevos partidos y a la satisfacción de quienes, desde el extranjero, habían presionado para que España se desarmase moralmente.
Una Transición tutelada
Porque la llamada Transición no fue ni modélica ni española. Fue una transición tutelada. Tutelada por los Estados Unidos, interesada en una España dócil dentro del bloque occidental, y también tutelada por Marruecos, que apenas un año antes había probado la debilidad de un Estado en descomposición con la Marcha Verde y la traición al Sáhara español.
La última orden de Franco fue resistir en el Sáhara; la primera del nuevo rey fue abandonar la provincia española. Ese contraste define mejor que nada lo que vino después.
La Transición fue el precio que se pagó por la aceptación internacional del nuevo régimen. A cambio de la bendición extranjera, se renunció a la soberanía, se entregó la política exterior, se consintió la desindustrialización, se permitió la desmemoria y se instaló un sistema de partidos que ha degenerado en lo que hoy sufrimos: un modelo autonómico ruinoso, desigual y corrupto.
La gran estafa: del franquismo sociológico a la UCD
El pueblo español fue engañado. Despolitizado y desmovilizado tras décadas de estabilidad, creyó que aquel nuevo partido llamado Unión de Centro Democrático era una continuación del Movimiento Nacional. Y no les faltaba razón: muchos de sus rostros eran los mismos, aunque su lealtad ya no era a España, sino a sí mismos. Se nos vendió la ilusión de una “apertura democrática”, cuando en realidad fue un reparto de poder entre los mismos de siempre, con otros nombres y banderas distintas.
Adolfo Suárez, que había sido secretario general del Movimiento, se convirtió de la noche a la mañana en apóstol de la democracia liberal. Los procuradores que habían jurado fidelidad al Caudillo se transformaron en demócratas de toda la vida. El juramento a los Principios del Movimiento se sustituyó por la promesa a las urnas. Y España, que había salido adelante sin Plan Marshall, que había reconstruido su economía con su esfuerzo, unidad y fe, comenzó entonces su lenta y dolorosa decadencia moral.
Una “Transición modélica” manchada de sangre
Se nos repite, como un dogma intocable, que la Transición fue “modélica”. Pero ¿puede llamarse modélico un proceso que dejó más de 1.200 muertos a manos del terrorismo de ETA y de otras bandas marxistas? ¿Puede ser modélico un régimen que amnistió a los terroristas y persiguió a quienes habían defendido a España del comunismo?
La Transición no fue modélica: fue sangrienta, cobarde y desagradecida. Olvidó a los muertos del terrorismo, ignoró a los que construyeron el país y entregó el futuro a los que lo habían querido destruir.
Del Estado fuerte al Estado débil
Aquel 18 de noviembre de 1976 comenzó la demolición del Estado. Se sustituyó un sistema que garantizaba el orden, la autoridad y la justicia social por otro basado en la fragmentación territorial, el chantaje autonómico y la partitocracia. De aquel día nace el germen del desastre actual: el modelo autonómico que desangra a España, donde cada comunidad actúa como un feudo y el Estado es rehén de sus propios inventos.
España pasó de ser una nación unida y en crecimiento a ser una suma de diecisiete reinos de taifas, donde la lealtad a la patria fue sustituida por la lealtad al partido o al territorio. Y todo comenzó aquel día, cuando unos procuradores que debían ser guardianes de la nación decidieron convertirse en sus enterradores.
El suicidio político a la decadencia nacional
El 18 de noviembre de 1976 fue, en efecto, el día en que el franquismo se suicidó políticamente. Lo hizo convencido de que así garantizaba el futuro, pero en realidad abrió la puerta a cincuenta años de decadencia moral, política y social.
El patriotismo fue sustituido por el cálculo electoral; la justicia, por el consenso; la unidad, por el reparto. España dejó de ser una nación con destino propio para convertirse en una pieza más del engranaje internacional, dependiente, débil y desmemoriada.
Aquel día no nació la democracia: comenzó la rendición. Y de esa rendición seguimos viviendo sus consecuencias.