Esos desechos, como tantos otros que han recalado en nuestro país, ya están imputados como autores materiales del homicidio de este joven de treinta años que fue asaltado mientras caminaba con su novia. Era, en una palabra tremendamente manida en los tiempos que corren, un emprendedor. Había montado una popular hamburguesería en el corazón de Torrevieja, era -así lo atestiguan sus conocidos- un tipo servicial, y así, sacando estos criminales magrebíes partido de su carácter, terminó su vida.
Cogió su i-phone para ayudarles e indicarles el camino de regreso a La Zenia -una playa cercana-, los asaltantes lo agarraron del brazo, lo arrastraron más de treinta metros por la calzada con el coche acelerando a toda velocidad hasta que se estrelló contra unos contenedores de basura, con la víctima aferrada desesperadamente al lateral del automóvil en un intento por recuperar su teléfono y su pareja observando impotente y aterrorizada los hechos, antes de entrar en shock.
Es dramático, es injusto, es desolador. Que ciudadanos honrados y que aportan a la vida y a España en todos los sentidos sean las primeras víctimas de la escoria que con los brazos abiertos estamos importando es la mayor manifestación del fracaso de una sociedad camino del suicidio por padecer y -hasta hoy- respaldar a unos políticos descerebrados que aún no han dicho basta. Cobardes que ni quieren ni saben poner pie en pared.
Con episodios como el del joven sueco Christian Pikulak, ¿alguien en su sano juicio todavía puede poner en cuestión que, por primera vez en la historia de España, la inmigración se va a convertir en un factor absolutamente decisivo para la movilización del voto en las próximas elecciones locales, autonómicas y generales? ¿Cuántos crímenes abominables más, como el de Torrevieja, harán falta para que algunos mentecatos, lo quieran o no lo quieran, se pongan patas arriba o patas abajo, lo asuman?