Análisis y Opinión

Vendaval de fuego

75 AÑOS DEL INCENDIO DE SANTANDER

· Por Luis Sánchez de Movellán, de la Sociedad Cántabra de Escritores

Luis Sánchez de Movellán | Sábado 20 de febrero de 2016
La bellísima ciudad de Santander conoce desgraciadamente muy bien el viento Sur, el ábrego para los que gustamos de la mar. Es hermoso y agrio este viento que siempre nos trae una racha cálida, un envío meridional, oloroso, que despeja nuestra bruma y hace más neta la belleza del contorno. El sábado 15 de febrero de 1941, hace ahora 75 años, amaneció con viento racheado y frío. A última hora de la tarde adquirió categoría de ciclón; tanto, que los buques atracados a los muelles de la bahía tuvieron que reforzar sus amarras. El céntrico Paseo de Pereda y sus bocacalles estaban barridos por el huracán, haciendo peligroso el tránsito rodado y el de los viandantes.




Hacia las siete de la tarde dejaron de circular los tranvías. Varias embarcaciones pequeñas, pertenecientes a humildes pescadores del puerto, que estaban atracadas en el muelle embarcadero, zozobraron a causa de las oleadas que rompían contra los gruesos muros de piedra. Algunos de los barcos fondeados estuvieron en serio peligro de irse a pique. La balandra “Sada” fue a estrellarse contra el segundo muelle saliente de Maliaño.

La violencia del ciclón en el mar fue de tal potencia, que en algunos momentos llegó a salpicar la ciudad más allá de un kilómetro tierra adentro, y las olas rompían en los edificios de varios sectores de la población. Hacia las nueve de la noche el viento adquirió una velocidad de 144 km./h., haciéndose imposible el tránsito por las calles, dada la cantidad de cristales que se desprendían de las ventanas y miradores, al mismo tiempo que las chimeneas y tejas volaban como el papel.

Comenzaron a estallar los escaparates, destrozándose casi todas las lunas. Algunos coches fueron lanzados contra las paredes del Paseo de Pereda y cayeron también las planchas de zinc que cubrían algunas fachadas. Parte de la ciudad había quedado en tinieblas hacia las diez de la noche. Numerosos árboles yacían arrancados para esta hora, entre ellos los corpulentos de la Alameda de Oviedo, árboles casi centenarios, alguno de los cuales fue arrebatado de raíz. También se produjeron destrozos en el arbolado del Sardinero y en el del Paseo de Pereda, cuyos hermosos abetos fueron abatidos y uno de ellos alcanzó a un coche que quedó destrozado.

La red de cables aéreos pertenecientes a la instalación eléctrica del alumbrado público comenzó a lanzar fuertes descargas, producidas por los feroces choques. Con este apocalíptico espectáculo, para las once de la noche ya no transitaban personas por la ciudad y sólo podía oírse el rugido fenomenal del viento y los producidos por la cantidad de escombros que barrían las calles a una tremenda y peligrosa velocidad.

Pronto comenzaron las alarmas, ante algunas chimeneas que lanzaban chispas, fenómeno muy frecuente en los días de viento Sur. Y comienza la tragedia impresionante del fuego. Empieza en el número 20 de la calle Cádiz; calle pequeña, situada en la parte trasera de la Catedral, cuyos comercios se dedicaban especialmente al negocio de tonelería. Alrededor de las diez de la noche se produjo el incendio de la chimenea, que pasó al tejado rápidamente, destruyendo el edificio vertiginosamente y pasando el fuego a la casa número 15 de la Rúa Mayor, calle situada entonces en una prominencia que separa la zona marítima de la arteria principal de la ciudad y que principia con la Catedral.

Las chispas saltaban por doquier, las vigas ardiendo volaban sin control, viniendo a caer en gran número al centro de la ciudad, por la parte vieja. A las cuatro de la madrugada la ciudad ardía rabiosamente y quedaba dividida por la ancha zona de fuego que partía de la Ribera para terminar cerca del Ayuntamiento. Así llega la mañana del domingo 16, mientras el fuego prosigue su labor destructora a lo largo de todo el día, atajado con dificultad mediante la voladura de edificios y la cooperación de bomberos venidos de casi todo el norte de España y del vecindario que se portó heroicamente.

Durante la noche del domingo, ya la parte antigua de la ciudad es un inmenso brasero, un gigantesco círculo de fuego. La mañana del lunes 17 es favorable a la salvación de los edificios cercanos a las llamas, facilitada la labor por la ausencia del viento. Al mediodía, comienza a renacer la tranquilidad en el vecindario, que se ha comportado con una serenidad y estoicismo extraordinarios.

En las calles respetadas por el incendio se amontonan enseres de todas clases, producto de la evacuación de los vecinos siniestrados, muchos de los cuales son alojados en casas de amigos y conocidos no afectados; otros se albergan en los edificios con capacidad para ofrecer alojamiento.

La capital cántabra ha visto desaparecer treinta y ocho calles, una ruina colosal que ha dejado una profunda cicatriz a lo largo de todo su casco viejo: 377 edificios particulares destruidos; 2 edificios oficiales desaparecidos; 6 Iglesias y Conventos calcinados; 1.783 viviendas volatilizadas; 508 comercios hechos ceniza; 155 hoteles, pensiones, fondas y bares incendiados…y más de 10.000 personas sin hogar.

En cuarenta y ocho horas, mediante la conjunción diabólica del viento y el fuego, desapareció la vieja puebla santanderina y todo lo que resumía su historia: la historia del Santander perediano y menendezpelayesco del siglo XIX.