Quema de brujas, holocausto de judíos, exterminio de camboyanos (presuntamente intelectuales) por llevar gafas, persecución de españoles en Cataluña por hablar la lengua de 600 millones de habitantes globales, liquidación de compatriotas en nuestra Guerra Civil por ser católicos o no tener callos en las manos (indicio claro de señoritismo fascista)…la lista es infinita. Una lista que extrañaría y avergonzaría a cualquier individuo que observara nuestras culturas, desde fuera, como si viniera del espacio sideral.
Estaríamos ante una especie de virus, que aquí no tiene nada de metafórico, porque la propagación de las tonterías se comprende mejor a través de una suerte de epidemiología. Las bobadas, los delirios, los dogmas, los juicios viscerales, las emociones incontrolables, y otras patologías del pensamiento se propagan con mucha facilidad porque tienen mecanismos eficientes de propagación y no porque seamos infinitamente estúpidos, aunque en muchas ocasiones se produzcan excepciones.
La propagación vírica de la imbecilidad es eficiente por diversos motivos. El primero tiene que ver con la presión grupal o el sesgo endrogrupal. Por ejemplo, si varias personas discuten opiniones similares, éstas se volverán cada vez más parecidas entre sí, y también se radicalizarán, con independencia de que las personas sean inteligentes o tontas.
Los grupos también son propensos a construir líderes, así como a reprimir la disidencia y las dudas individuales. Asimismo, se filtran inconscientemente las pruebas que puedan contradecir un consenso incipiente. Igualmente, tendemos a desear ser aceptados en un grupo, por lo que favorecemos la posición ideológica de éste con respecto a otros grupos, que automáticamente pasan a interpretarse como el enemigo.
Las ideas falsas suelen supervivir cuando la gente actúa en grupo, es decir, las ideas falsas no sólo se perpetúan a través de la cultura, sino también por la herencia genética. Para describir el éxito ancestral de la xenofobia, el racismo, el fanatismo y el nacionalismo, habremos de recurrir a un gen mutante que hace que las ideas tontas o peligrosas se puedan propagar, porque promueven la supervivencia de quiénes las enarbolan, aunque sean radicalmente falsas, inmorales o delirantes.
En resumidas cuentas, que somos bobos, muy tontos, pero nos volvemos profundamente idiotas si nos coordinamos con otros lerdos y ningún elemento externo pone coto y orden. Todos los colectivos humanos, sean religiosos o laicos, académicos o profanos, si no poseen un instrumento externo que monitorice el grado de tontería generalizada y zumbe en alerta roja cuando el nivel supere lo razonable y permitido, seguirán siendo tontos, imbéciles hasta la médula y, por ello, peligrosos.