Cuentan, por ejemplo, que de pequeño pasaba la panadera (Martina, se llamaba) por los pisos de la finca de vecinos, para vender toda una variedad de panes olorosos (candeal, Viena, hogazas, libretas…) recién salidos del horno; o la lechera (al nombre de Balbina, respondía) que te servía el apetitoso líquido con las medidas de estaño, para luego hervir la leche (existía un recipiente ‘ad hoc’, el hervidor) y sacar la nata. Los que tienen unos cuantos años menos te miran como si fueras un “cromagnon”. Solamente tus coetáneos o quiénes te sacan veinte o treinta años se sonríen, saben perfectamente de lo que estás hablando y recuerdan lo mismo o algo parecido.
Quiénes fuimos niños en las décadas de los cincuenta y sesenta del pasado siglo, nacimos y vivimos en un mundo aún antiguo y parecido al de nuestros padres y, si me apuran, al de nuestros abuelos. Fue un mundo que dejamos atrás de un salto en una sociedad vertiginosa que nos hizo aterrizar en el actual un tanto descolocados. Se produjo una brecha generacional muy acusada, de tal forma que siempre me he sentido más cerca de los que son bastante más mayores que yo que de aquellos de los que me separan unos pocos años.
España estuvo muchos años sin cambios aparentes y luego sucedió todo a ritmo endiablado. No fue gradual, sino de golpe. Los que eran -éramos- jóvenes en el tardofranquismo y la Transición, no veían -veíamos- la hora de desempolvar España y mandar la capa de caspa y lo antiguo a la basura (y a la lechera y a la panadera detrás) Pero, dicho sea de paso, hemos perdido cosas por el camino, como a la pobre Balbina y a la sufrida Martina. El tránsito de la España tardofranquista a la España socialista fue vertiginoso. Y, además, rematado todo por la revolución tecnológica e Internet. Fue el paso del ‘Seiscientos’ o el ‘Seat Ritmo’a los vehículos eléctricos y al patinete urbanita. Fue el salto del teléfono ‘Heraldo’ al celular de ultimísima generación. Contemplamos un país que se puso a correr desaforadamente para ser moderno y desde entonces ha sido un no parar como si no hubiera un mañana.
Aquí cuelo otro recuerdo y mucha gente joven -y no tan joven, también- me mirará asombrada como si yo fuere un extraterrestre, venido de alguna lejana galaxia: cuando yo era niño, los Reyes Magos me traían dos o tres regalos (un balón y unas botas de fútbol, o un triciclo, o unos soldaditos de plomo o baquelita, o una construcción de madera o un coche de hojalata) de la raquítica lista que podíamos pedir en los 50. Hoy un niño recibe en un solo cumpleaños, más regalos que un servidor en los de toda su vida, incluyendo las Navidades.
Detecto desde hace tiempo una corriente generalizada de nostalgia creciente que recuerda con agrado un mundo más simple y cercano frente a un gélido progreso que, en lo existencial y cotidiano, no ha sido lo que parecía. Quizás no sea este el país maravilloso que nos prometieron de niños y de jóvenes. Ya lo decía Sartre: “el Infierno son los otros”.
En realidad, el “abuelo Cebolleta” no es un pelmazo, sino un melancólico con ganas de ser consolado y que considera la nostalgia -siguiendo, una vez más, a Cioran- como la sublimación del deseo del alma.