No es que se trate de un mal ejemplo. Es aberrante. Es pura corrupción y, por encima de todo, la evidencia de la enfermedad de un sistema que no funciona. Precisamente por ello lideramos en Europa los rankings de fracaso escolar, de abandono escolar y, de un modo aterrador, los de paro juvenil. No hay manera.
Ya es entre malo y muy malo que un ministro se lleve las manos a la cabeza cuando no se aprueba a alumnos incompetentes, vagos o lerdos porque eso “puede crearle traumas”. Es, igualmente, entre malo y malísimo que personas sin estudios ni bagaje profesional de ninguna índole se aúpen a altos cargos de un Estado cada día más inoperante y peor conducido.
Pero el colmo de los colmos es que España piense que va a llegar a alguna parte (desde luego, que no sea el fondo del precipicio o del barranco) cuando premia con título el analfabetismo, la incultura y la inutilidad. ¿Alguien en su sano juicio piensa que será posible reconstruir lo que deje el gobierno de Sánchez sin levantar de nuevo por completo esas vigas maestras, como la educativa, hoy irremediablemente carcomidas por la aluminosis?