Un gran número de pequeños empresarios en situación límite y ante el funeral previsible, optan por dar la espalda, bajar la persiana y salir corriendo, confiando que con el paso del tiempo se olviden de él y pueda empezar una nueva vida. Esta es sin duda la peor solución.
Otros optaran por la solución correcta, la presentación del concurso. Empezaran una carrera de obstáculos, una maraña de trámites administrativos y judiciales sin horizonte temporal claro, exprimiendo sus últimos esfuerzos, ahorros e ilusiones, quizá para agonizar antes de llegar a la meta. Durante este camino el mensaje de ánimo de su entorno es siempre el mismo, hay que evitar la muerte de la empresa.
Hoy estamos en puertas de una nueva reforma concursal para adecuarnos a la normativa comunitaria. El texto del anteproyecto que incorpora importantes novedades técnicas, a mi juicio sigue manteniendo como objetivo la supervivencia de las empresas, el cual, si bien es siempre deseable, no debe serlo a cualquier precio ni en todos los casos. Incluso se especula con mecanismos de detección temprana de los riesgos de insolvencia, algo alejado de la primigenia naturaleza del concurso.
No se cuál será el resultado final del proceso legislativo, pero con toda humildad y brevedad me atrevo a sugerir unas pautas que considero podrían tenerse en cuenta:
En la época del big data y los algoritmos no podemos seguir manteniendo vivas, compañías ineficientes sobre la base de unos potenciales planes de viabilidad o reestructuración con una base en algunos casos tan cierta como la posibilidad de un premio de lotería.
Afrontemos la realidad de la vida, las empresas también mueren, ayudemos al empresario a poner la lápida y limitemos a mínimos los paliativos y la tanatoestetica si el final es irreversible.
Ayudemos a ese empresario a iniciar una nueva etapa mediante un procedimiento sencillo y rápido de segunda oportunidad. Un nuevo proyecto en el que de seguro aprovechará la experiencia de los errores previos.