Sociedad

Pacto de Estado, el sueño imposible

INDEFENSIÓN Y DESAMPARO DE NUESTRO SISTEMA DEMOCRÁTICO

· Ojalá se repitan elecciones. Duele escribirlo, pero no se vislumbra otra solución a la endiablada disyuntiva en la que se encuentra la política nacional

Luca Pollipoli | Miércoles 16 de agosto de 2023
Resulta demoledor constatar una vez más la pequeñez y la fruslería de la nuestra clase dirigente, parapetada en salvaguardar intereses personales y ajena a cualquier contribución que facilite la más que necesaria estabilidad en un contexto internacional tan convulso. Que el equilibrio parlamentario y la solidez de nuestro sistema dependan de los vaivenes y las estrambóticas exigencias de un fugitivo es simplemente delirante. Las pinturas de Dalí, Magritte o Ernst exhiben dosis menores de surrealismo respecto a un tablero político convertido en un esquizofrénico barullo por la rebosante displicencia y el cortoplacismo que significa al Congreso.

Desde la Transición nunca el sistema democrático mostró niveles similares de indefensión y desamparo. El espíritu que posibilitó arrinconar las diferencias y facilitó la redacción de la magna carta se ha disipado por completo. Miquel Roca y Miguel Herrero, dos de los siete padres constitucionales, asisten pasmados a un espectáculo dantesco. La sede del poder legislativo convertido en un mercado persa dónde todo es justificable y asumible con el único propósito de almacenar 176 escaños.

Pero lo que más asombra e inquieta es el desdén y la indiferencia que tanto Sánchez como Feijóo exhiben a la posibilidad de alcanzar un acuerdo que restituiría a los dirigentes políticos virtuosismo y credibilidad. El independentismo catalán cosechó los peores resultados desde el inicio del embate. Asimismo, tanto la ultraderecha de VOX como el proyecto desamparado que capitanea Yolanda Díaz han salido muy escaldados del recuento. Las dos formaciones más votadas suman 258 de los 350 asientos parlamentarios.

Trátense de cifras que obligan al entendimiento y a la generosidad política. Pero la realidad nos enfrenta a una bochornosa exhibición de egoísmo y codicia. Nunca la estabilidad democrática tiene que subyugarse a los anhelos de poder, y menos convertirla en un rehén de aquellos que marcan como principal objetivo de su existencia el desmembramiento de la unidad territorial. La expresión “gobierno Frankestein” acuñada por Alfredo Pérez Rubalcaba queda relegada a chiste macabro ante la posibilidad de que el líder socialista consiga atrincherarse en la Moncloa con los votos de EH Bildu, PNV, ERC, JxCat o BNG.

Partidos cuya ideología puede resultar antagónica, pero que comparten el propósito de hacer implosionar los cimientos estatales. Tampoco es de recibo la tragicomedia de los populares, incapaces de trazar estrategias cautivadoras y esposados a los grilletes voxianos. La mera posibilidad de que los jeltzales se hagan con la presidencia del Congreso ilustra a la perfección la alienación de la clase dirigente. No por la incapacidad de los nacionalistas de saber administrar, exhibida con solvencia en Bilbao pon el añorado Iñaki Azkuna, sino por el descabezado ideario de Sabino Arana.

Reputados analistas y directores de periódicos consideran utópica la posibilidad de un acuerdo en aras del bien común y se centran en analizar escenarios alternativos. Servidor tampoco es optimista, pero de alguna manera se resiste al inefable destino. El ejemplo alemán de la gran coalición entre Merkel y Schultz, o el acuerdo que rubricaron las formaciones constitucionalistas en el País Vasco en las autonómicas de 2001, no son meras anécdotas sino arquetipos de la seriedad institucional que debemos exigir a nuestros representantes.

Máxime cuando está en juego la credibilidad misma del país. En Bruselas miran con escepticismo lo que está aconteciendo en la península. La presidencia del Consejo de la Unión Europea es una oportunidad única en la recuperación del prestigio internacional y la consolidación de España a nivel geopolítico. Sin embargo nos estamos convirtiendo en el hazmerreír continental. La cumbre de la OTAN celebrada en Madrid en junio de 2022 resultó ser un éxito. Pero la credibilidad debe cimentarse a diario mediante una diplomacia seria e inteligente. El pasillo de Sánchez con Biden reconvertido en cumbre bilateral difícilmente puede olvidarse.

Entristece corroborar que seamos incapaces de aprovechar la coyuntura. El castellano es uno de los idiomas más hablados del globo, y su importancia no deja de aumentar. España tiene la obligación de ejercer como correa de transmisión entre el viejo continente y Latinoamérica. Y no me refiero al aeropuerto Adolfo Suárez, sino a la presencia capilar de las grandes multinacionales, el reforzamiento de los vínculos diplomáticos y el intercambio cultural. Independientemente de quién sea el mandatario de turno. Se exige capacidad de adaptación ante Boric, Lula, Boluarte o el ganador de las políticas en Argentina, sea el impetuoso Milei o el peronista Massa.

Permítanme regresar a nuestra clase dirigente. No me cansaré de tachar a Albert Rivera como el peor político de la historia democrática de este país. La ambición desmedida del catalán penalizó a Ciudadanos hasta su desaparición. El sistema democrático español necesita a una formación bisagra leal a los principios constitucionales. El inevitable regreso al bipartidismo podría haberse evitado al prevalecer la clarividencia de Garicano o Toni Roldán. Nos hubiésemos ahorrado el viaje al purgatorio de Pablo Iglesias, Gabriel Rufián, Rafael Hernando, Yolanda Díaz, Artur Mas y figuras similares.

Pero cuidado, otorgar excesivo protagonismo a Arnaldo Otegui y Carlos Puigdemont significa abrir las puertas del infierno. Avisados estamos.

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