Los hechos tienden a hablar más fuerte que las palabras. Pero especialmente los hechos retumban por encima de los bulos que socialistas y, con menor énfasis, comunistas, han lanzado para hacer ondear la incuestionable inocencia, el carácter inmaculado y pulcro de las extrañas y peripatéticas actuaciones de Begoña. Detestan el Estado de Derecho, por eso unos y otros se ciscan en la separación de poderes, por eso corrompen la Fiscalía, y por eso están temblando ante un juez y unos cuerpos policiales que, simple y llanamente, están haciendo su trabajo.
Ser la pareja del jefe ejecutivo no significa ser inmune, ni impune. Significa ser, a los ojos de quienes persiguen delitos y a delincuentes, un ciudadano más. Ni se la está estigmatizando ni criminalizando. Se la está tratando, tirando por elevación de los inagotables bulos que proclama su marido y cacarean los loros que le rodean, como sólo se puede tratar a alguien cuando se duda de que no haya roto un plato.
Suceda lo que suceda, los engranajes de la Justicia simplemente están llevando a cabo las acciones necesarias para cumplir con los trámites o procedimientos establecidos por la ley en relación con cualquier caso judicial. Begoña no es Elena Ceaucescu. Begoña no es Cristina Kirchner. Y, lo más importante, una parte todavía sana del cuerpo democrático español jamás va a permitir que lo sea, que lo pretenda o que lo sueñe.