La puesta en escena es fantástica: logra transportarnos al Argel del siglo XVI, más allá de la veracidad histórica o no del guion. La película tiene todos los ingredientes para atrapar al espectador: amor, sexo, traición, cuestiones religiosas, miserias humanas, juegos de poder e incluso algo de sangre. Cumple con creces esa mágica función del cine que tanto agradezco: hacerte olvidar de todo durante algo más de dos horas.
Es difícil entender algunas maliciosas críticas a esta película. Quizás respondan a esa idea trasnochada que un régimen no democrático quiso imponer durante casi cuarenta años en este país: que la figura del autor de El Quijote es intocable, una suerte de beato nacional. No es bueno, en ningún ámbito, endiosar a nuestros héroes literarios, porque si han destacado y pasado a la historia es precisamente porque entendieron la humanidad mejor que muchos de sus contemporáneos. De hecho, creo que es un ejercicio de hipocresía hacerlo. Y hablando de hipocresía, el papel secundario de Fernando Tejero de un cura inquisidor es fenomenal.
Considero que esta película lo humaniza, porque lo presenta, ante todo, como lo que fue: un contador de historias que trascienden el tiempo y el espacio, y que siguen iluminando nuestro presente. Cervantes no necesita estatuas de bronce ni discursos solemnes para recordarnos su grandilocuencia; basta con volver a sus páginas y descubrir que en ellas aún late la misma fuerza vital que Amenábar se ha atrevido a llevar a la gran pantalla.
Vaticino que será fascinante seguir especulando sobre si Cervantes fue o no homosexual, mujeriego, jugador, espía, dueño de diversos negocios o cualquier otra cosa que hoy intentemos adivinar, además de lo que con certeza sabemos que fue: escritor, soldado, cautivo y recaudador de impuestos. Al fin y al cabo, esas incógnitas forman parte de su misterio y contribuyen a mantenerlo vivo, cercano y abierto a nuevas interpretaciones. Lo que realmente importa es que, más allá de los datos biográficos que nunca conoceremos del todo, nos dejó una obra inmortal que nos enseña a mirar la realidad con ironía, compasión y valentía.
A El Cautivo, de Amenábar, le auguro un largo recorrido, éxito e incluso premios. Sobre todo, porque Miguel de Cervantes queda en muy buen lugar, a pesar de lo que digan algunos falsos puristas. Cuatro siglos después, su figura sigue interpelándonos con una fuerza intacta y colosal. El autor de El Quijote encarna la resistencia, el ingenio frente a la adversidad y la convicción de que la palabra puede abrir caminos allí donde la realidad se empeña en cerrarlos. Y eso, más allá del mito, es lo que lo hace eterno.