Si quitamos estas exageraciones últimas, propias de una época de exacerbada decadencia, es bueno y necesario que no se pueda abanderar cualquier idea, cualquier propuesta, cualquier agresión. La democracia, frágil por esencia, a veces efímera, necesita protegerse, necesita proteger la convivencia armónica de los ciudadanos, sus libertades y las reglas de juego, morales y políticas, que democráticamente nos hemos dado. Es cuestión de supervivencia. Por eso nos parece muy bien que no sea legal una secta que promueva el incesto o la supresión de los derechos civiles de los egabrenses, por un decir.
Entonces, ¿por qué esa mamarrachada de que en democracia se puede hablar de todo? Porque quien lo proclama, además de confundir, quiere banalizar el mal, quiere blanquear la ilegalidad, quiere prostituir la convivencia sin ser penalizado, quiere hacer ético lo moralmente inaceptable. Con las complicidades al uso. Y, sin embargo, un secesionista ejerciendo desde un puesto de representación del Estado es un delincuente, un ser racista es moral y legalmente inaceptable (¿verdad, Pujol/Torra?) y un filoterrorista es la hez (¿verdad, Idoia?). Y eso es así lo diga Agamenón o su Pedro Sánchez.