Y para ello, hagámonos una pregunta muy sencilla: independizarse… ¿de qué? Todos los españoles, entendidos como los derechohabientes a un DNI, tendrán sus propias dependencias económicas, vitales, circunstanciales, sociales… pero a nivel político no tienen dependencia, puesto que en ellos reside la soberanía nacional en nuestra democracia. Por lo cual, políticamente un español no es posible que sea independiente a nivel personal, porque no depende, a nivel político, más que de él mismo.
Ahora bien, algunos líderes de valores muy poco democráticos, lo que pretenden es hablar de la independencia de determinados territorios, de territorios administrativos, cuyas lindes pueden cambiar con un simple Decreto o con una simple Ley, o con la voluntad de la mayoría de la nación española, que es la única reconocida como entidad jurídica en todos los organismos internacionales.
Pues bien, veamos de qué se independizaría una región española, de qué se independizaría La Caixa, de qué se habría independizado el restaurante de El Bulli, de qué se independizaría una zona delimitada administrativamente para recuperar su supuesta independencia. De absolutamente nada. Esa zona, que reuniría a una serie de españoles, generalmente con una cierta presencia primordial de una magnífica realidad cultural, incluso con una presencia abundante de una lengua regional, no es más que la composición de una serie de españoles que viven ahí durante toda su vida, o lo hacen por un periodo concreto, o que simplemente pasan por ahí. ¿Pero dependen de qué? No dependen de nada. Incluso es una falta de respeto para el independentismo, que es un valor muy noble, reconocido por el Derecho Internacional y en los valores que defiende la ONU.
El independentismo de las periferias dependientes, sí, de una metrópoli que en algún momento les invadió pacífica o violentamente, que no tiene rasgos comunes desde el punto de vista étnico con la mayor parte de la población, la originaria, que impone una dependencia precisamente económica, interesada, es lo que se llamaron las colonias. Realmente viví muy de cerca la independencia de Argelia, que, por supuesto defendí, por ser una nobilísima acción de libertad. También viví la independencia de Timor Oriental, dependencia que fue tanto de la metrópoli Portugal como de un intento de absorción por parte de otra, Indonesia.
Yo soy independentista. Yo apoyo que democráticamente la Guyana Francesa se pueda declarar independiente y vivir con sus habitantes originarios y con un autogobierno a miles de kilómetros de la metrópoli, y que podría tener bases claramente históricas y jurídicas. Pero ¿qué tiene que ver eso con una región española, se llame región o Comunidad Autónoma? Nadie en el mundo del Derecho Internacional u Organizaciones internacionales puede concebir que lo que se querría producir o lo que soñaron algunos románticos de base muy racista, sea una independencia.
Los catalanes, incluso el Gobierno regional catalán, existen porque existe una Constitución de todos los españoles; de nada pueden independizarse, políticamente hablando, porque son España. A través de decenas de elecciones celebradas, ellos participan en la política general de España, de las Cortes, y económicamente, para qué hablar. Por tanto, no hay independencia posible porque están integrados. No unidos, sino integrados.
Entonces, ¿qué existe en Cataluña? Desde luego independentistas no, pero sí que existen secesionistas, algo muy distinto. Ya sea por los intereses de poder, de impunidad, de ego o de supremacismo de una oligarquía, o porque uno haya sido inoculado, intoxicado o sometido a una mentira permanente que pudiera hacer pensar que desde un punto de vista político efectivamente haya una dependencia de una región del resto del colectivo con el que participa en todos los aspectos, y en particular en los de Gobierno, lo que se ha creado es un fenómeno de secesionismo. Y eso es otro cantar.
El secesionismo, desde el punto de vista democrático, es absolutamente inmoral, porque se basa en principios de rechazo de solidaridad y de rechazo de libertad para el otro. Se asienta sobre bases de supremacismo y, en nuestro caso catalán y hablando de sus líderes interesados, sobre un demostrable caso de racismo. Todo eso hace que el secesionismo sea un acto muy feo, ilegal y democráticamente obsceno, cosa que se sabe desde mucho antes de Abraham Lincoln. El secesionismo, si uno es demócrata, tiene que ser absolutamente perseguido, puesto que solo puede generar mucho mal al bien común de la polis democrática.
Aprovechando este ejemplo, ¿ustedes han oído llamar alguna vez “independentista” al General Lee? Por supuesto que no. El General Lee capitaneó un movimiento secesionista. El resultado histórico es conocido. El resultado moral, también.
Independentismo y/o secesionismo. ¿Tiene importancia esta disquisición semántica? A nuestro entender, sin ningún tipo de duda. Es uno de los más graves ejemplos de cómo hemos perdido la batalla del lenguaje. Con esta usurpación del término independentismo, se ha logrado transformar la realidad; que el concepto de secesionismo, acto vil e infame, pase por sinónimo de una bonita acción que honró a los luchadores en las colonias, o a quienes luchan por la liberación de los territorios ocupados, sometidos, minusvalorados o explotados. Estos sí, independentistas. Tiene también la nefasta consecuencia de que permite hablar de un problema político, lo que resulta ser, de hecho, un problema de valores democráticos; un problema de ética política; o, dicho de otro modo, un problema de inmoralidad. La secesión, y mucho más cuando se apoya en valores racistas, es pura y sencillamente, inmoral. O bueno, es inmoral para los demócratas y para quienes creemos todavía en los valores de la Ilustración, que son los que sustentan las democracias del Siglo XXI.
Así que ya saben ustedes. Cuando vuelvan a toparse con la palabra independencia en España, sepan que les están dando gato por liebre, o Torra por Voltaire.