Se han hecho muchos experimentos sobre la complacencia social, en los que se ha demostrado la fuerza irresistible que ejerce el grupo en la toma de decisiones de las personas, ya que la mayoría suele imitar miméticamente a la propia mayoría. Esto lo hemos visto -y, por cierto, lo seguimos viendo- en estos meses de arresto domiciliario donde la mayoría se ha recluido servilmente sin comprobar la necesidad del aislamiento social, la cuarentena obligada de individuos sanos, la eutanasia disimulada de ancianos abandonados o el diagnóstico y tratamiento involuntario. Nadie tiene los datos (o son periódicamente contradictorios), pero la mayoría repite una y otra vez como autómatas, lo que “proclama” la mayoría, fundamentalmente manipulada por los mass media subvencionados de los que mandan.
También se han realizado experimentos sobre la obediencia a la autoridad y se ha comprobado que el 80% de la población carece de recursos psicológicos y morales para resistirse a una orden o a una instrucción de la autoridad, importando poco el tipo de orden o de instrucción, aunque sea absurda o inmoral. Ese 80% de las personas obedecerán ciegamente las instrucciones de la autoridad sin cuestionarlas, aunque las mismas impliquen el arresto domiciliario, la libertad deambulatoria, la eutanasia, la violencia gratuita o el asesinato (¡ojo, con las intenciones homicidas de imponer el bozal obligatorio!) Sólo el 20% de las personas tienen la capacidad de resistencia, de disidencia y de ser críticos con el Poder, así como de desobedecer en distintos grados las instrucciones tiránicas del poderoso de turno.
Hechas estas reflexiones, nos surge una pregunta: ¿Qué es lo que pretenden con el confinamiento autoritario o con el uso sine die del bozal facial? Lejos de aplicarse medidas sanitarias eficaces -las instrucciones sanitarias son mínimas, contradictorias y muchas veces sin sentido ni justificación-, las medidas son policiales y de absoluto control social. Se ha “suspendido” la libertad de prensa y la poca prensa “discrepante” responde a un esquema de “disidencia controlada”. Se ha “suspendido” la libertad de expresión con censura activa de canales de Internet y con amenazas de sanción. Se han roto los vínculos y hábitos sociales: se ha aislado, humana y psicológicamente, a los ciudadanos (personal no esencial) por parte de unos carceleros ocultos (personal esencial)
Para entender lo que está pasando, hemos de tener en cuenta cuatro factores: 1)¿Qué aportan los ciudadanos a esta coyuntura?: piden control, piden protección, piden sanciones; 2)¿Qué obtiene el sistema de los ciudadanos?: justificación para tomar cualquier medida; 3)¿Cuál es el sistema que crea y mantiene esta situación?: la contradicción, el caos y el miedo; y 4)¿Podría volver a suceder un holocausto a día de hoy, provocado por una eutanasia activa “involuntaria”, una vacunación forzada, un microchipado “involuntario”, una “ejecución” de portadores, imbéciles o inútiles? La respuesta es inquietante y desesperanzadora.
El modelado poblacional es insidioso, por fases, aumentando, lenta y sibilinamente, el nivel de control y de sadismo. Lo que ahora es impensable, en poco tiempo se convertirá en posible y más tarde se podrá hacer realidad. Hace tan solo unos pocos meses, la existencia de una eutanasia activa “involuntaria” en España era inimaginable y se trabajaba en una ley que “regulase” la “eutanasia voluntaria compasiva”. Hoy vemos como a muchos mayores de 70 años se les ha negado tratamiento o ingreso hospitalario y se les ha aplicado “discretamente” una inyección para pasar a “mejor vida” (¿qué sino han sido las morfinas y opiáceos que se han distribuido maliciosamente en asilos y residencias de mayores?) Y lo grave es que la inyección no la ha inoculado un político, un carcelero o un sicario, sino “sanitarios de confianza”.
Hasta hace muy poco tiempo, la izquierda abanderaba una oposición contra la llamada “Ley mordaza” y el abuso policial. Hoy vemos que se aplaude y jalea la violencia gratuita de la policía y las multas absurdas con imputaciones infundadas y arbitrarias de presuntos delitos de desobediencia, juicios rapidísimos y medidas de arresto o saqueo de faltriqueras.
Pero, todo este escenario apocalíptico, ¿cómo se construye? En primer lugar, anulando la responsabilidad. Es decir, de todas las barbaridades que se están perpetrando, nadie se va a hacer responsable porque la toma de decisiones se hace de forma piramidal y en el vértice están cargos políticos o “científicos” del Poder a los que ningún juez condenará. Se “suspende” el Parlamento, se “colapsa” el funcionamiento judicial y se “dispersan” las funciones del Defensor del Pueblo o del Tribunal Constitucional. Y, así, nadie es responsable y nadie va a resultar responsable de nada. Estamos en medio de un experimento de purga, inyectando dos miedos muy intensos: el miedo a un supuesto virus y el miedo al Poder.
En segundo lugar, se deshumaniza a las personas, mediante la anonimización y la cosificación. Lo importante en la vida pasa a ser la “salud pública”(¿dónde estarán Robespierre, Danton o Saint Just?), el Estado, el “interés general” (y Rousseau, ¿dónde estará?), “la economía”, el “control” poblacional y la “epidemia”. Las personas pasan a ser una mera pieza de un engranaje colectivo y no sujetos de derechos y obligaciones. El marcaje de roles se incrementa emitiendo infinidad de instrucciones confusas, contradictorias y humillantes: v.gr. puedes ir al supermercado y al estanco -son de primera necesidad- pero no puedes comprar otras cosas; hay que guardar una distancia de seguridad de dos metros, salvo en un supermercado donde las distancias son imposibles por la disposición de los lineales; si caminas solo por el monte o navegas por alta mar, eres un peligro de salud pública por ir sin mascarilla; es fundamental acabar con una pandemia que no se acerca ni de lejos en España a los 130.000 muertos por cáncer, a los 60.000 por el tabaco, ni a los más de 15.000 fallecidos por la gripe.
En tercer lugar, la anonimización del grupo de personas esenciales, es decir, las revestidas de “protección oficial” para ejecutar órdenes, se cumple con la mascarilla. Con ella, hay ocho veces más posibilidades de cumplir instrucciones atroces (incluso el matar) que a cara descubierta. El proceso de anonimización de los ejecutores esenciales hace que actúen sin pensar, pues al deshumanizar al otro se le cosifica quitándole la dignidad y la individualidad. Ello hace que se difumine la responsabilidad, se obedezca ciegamente al Poder, se normalice el conformismo social y se banalice el mal.
Y, en último lugar, al centralizarse la gestión y la responsabilidad, se persigue que las personas esenciales, actúen impunemente generando descontento, crispación, caos y terror. Todo coadyuva a que pensemos que lo que realmente se está generando desde el Poder es una situación en la que se desarrolla un Estado-Minotauro a través del miedo, la violencia y la ruina económica. Así, la población entra en un estado agéntico, es decir, una especie de trance cognitivo por el cual no se puede escapar de su propio rol. La disonancia entre la realidad y el autoengaño, se resuelve abrazando este último y entregándose irremediablemente a la autoridad.
El veneno de la serpiente totalitaria -que, por cierto, ya infectó la sanidad, la educación, la ciencia, los mass media, la cultura, la justicia, la industria y los suministros básicos, la banca y los seguros o las ideologías y creencias religiosas- controlada por el Poder, a través de regulaciones y subvenciones, sin transparencia ni control, persigue la creación de una sociedad distópico-tecnocrática totalitaria, construyendo un escenario de caos.
Recordemos aquella legendaria portada de “Hermano Lobo” (2-Agosto-1975), obra del viñetista Ramón, en la que aparece un “poderoso” con frac, diciendo a una masa de menesterosos con boina: ¡O nosotros o el caos!, a lo que responden los catetos: “¡El caos! ¡El caos!”, y el “capitalista” les contesta, aclarando: “Es igual, también somos nosotros” ¿Ha quedado claro, queridos lectores?...¡pues eso!