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UNA HISTORIA DEL PODER

¿Cuándo se jodió el Perú?

¿Cuándo se jodió el Perú?

· Por Abel Cádiz

sábado 05 de diciembre de 2020, 08:57h
El ciudadano común tiene muy limitada capacidad para evitar cualquier abuso del poder, incluso si se transforma en autoritarismo puro y duro. El ciudadano común solo tiene capacidad de cambiar las cosas emitiendo su voto. Y aun así resulta dudoso cuando se forma parte de una masa manipulable en la que, como advertía Maquiavelo, hay unos pocos que disciernen por si, otros entienden a los que disciernen y la mayoría ni discierne ni entiende a los que disciernen. Quien lea las reflexiones que siguen a partir de esta premisa, debe saber que me apoyo para sostenerla en una indagación sobre el poder que me ha llevado cinco años. (Véase www.lahistoriadelpoder.com)

De tal inferencia nacen razones para mantenerse alerta, sobre todo porque si dirigimos la mirada al siglo XX, la conducta del poder debe hacernos recapacitar sobre el hecho de que la vida humana es un bien único y ese bien único fue extirpado de cuajo a millones de personas por decisiones de unos pocos detentadores del poder. La primera mitad del siglo significó una trágica lección que ha permitido vivir a Europa con paz, progreso y libertad. Si nos centramos en España, la Transición admiró al mundo, pero no se deben olvidar los valores en que se sustentó. Recordaré a los primeros que inspiraron el espíritu que la hizo posible: fueron un falangista, Javier Pradera, a cuyo padre y abuelo los asesinaron en la zona republicana y un comunista exiliado, Jorge Semprún, destacado miembro del Comité Ejecutivo del PCE. Ambos escribieron un manifiesto en 1956 en el que apelaban a un porvenir común de reconciliación con España y con nosotros mismos. Tras la muerte de Franco el espíritu de la Transición impregnó a toda una clase política excepcional en nuestra historia. En un extremo Dolores Ibárruri, Pasionaria, protegida de Stalin durante su largo exilio y madre de un caído en la batalla de Stalingrado. En el otro, Manuel Fraga, que había sido ministro del Régimen. Y entre ambos extremos, de forma muy destacada Adolfo Suárez, Felipe González, Alfonso Guerra y Santiago Carrillo, entre otros políticos dignos de figurar con mayúsculas en nuestra reciente historia. El ejercicio del poder cubrió todo el espectro ideológico sin que pudieran percibirse rescoldos de odio o de revancha. La única zona oscura estaba ocupada por el nacionalismo radical, un lúgubre residuo que fue causante de las grandes tragedias del siglo XX.

Y ahora viene la triste constatación de que esto parece que se acaba. Ha reaparecido el odio, el revanchismo, mientras se pierde el espíritu transaccional que caracterizó la prometedora etapa democrática vivida. Cabría preguntarse, parafraseando a Vargas Llosa, ¿Cuándo se jodió el Perú?. En el caso de nuestra democracia no ha sido de repente. Se podrían identificar síntomas a principios del milenio. Su punto de partida surge en 2004 tras el atentado de Atocha. Hubo otro hito en 2011 con el movimiento de indignados por la crisis económica, que fue capitalizado por Pablo Iglesias, tras desafiliarse del PCE por sentirse postergado. Huelga señalar otros responsables entre los que tuvieron poder en época tan espinosa, cuyo culmen nos lleva en el presente a declaraciones rupturistas de algunos políticos y a muestras de idiocia profunda como el caso del grupo wasap de unos pocos militares jubilados.

Nos faltaba el notario que diera fe de lo acaecido hasta llevarnos a esta situación. Y ha resultado ser un prestigioso periodista como Antonio Caño. Lo hace en su libro RUBALCABA. Al singular político que estuvo en primera fila tres décadas, se debe una jugosa frase: los españoles enterramos muy bien. Su fallecimiento con solo 67 años proporcionó la ocasión de hacerla real. Tanto los que supieron apreciar su trayectoria como los que dentro de su propio partido le crucificaron, dieron muestras de pesar. Antonio Caño ha escrito una auténtica hagiografía de quien fue su amigo y al pormenorizar su trayectoria permite recordar los hitos del proceso.

Pero el relato de una vida en el clima turbio del poder, incluye a un número de personajes que se desenvuelven bien en la turbiedad porque son, en gran medida, quienes la crean. El autor trata de sacar indemne a Rubalcaba porque lo distingue con la doble condición de albergar un código moral y, sobre todo, de tener un sentido patriótico por encima de su militancia, sustentado en lo que denominaba consenso constitucional. Quienes no salen indemnes son los muchos coprotagonistas de la última etapa socialista en la que cobra especial relevancia el momento en que Pedro Sánchez se hace con el poder en el PSOE. La deriva que con él toma el partido la describió quien era su amigo y fue su valedor cuando Sánchez no era nadie. Se trata de Antonio Hernando y se lo dice así al autor: “no pensábamos en España ni en la gobernabilidad; pensábamos solo en clave interna de partido”.

Esa deriva alarmó a El País, dirigido en ese momento por Antonio Caño. Felipe González había declarado en la SER “me siento engañado por Sánchez” y un editorial sorprendía a todos con este texto: “Sánchez ha resultado no ser un dirigente cabal, sino un insensato sin escrúpulos”. Tal editorial le costó el cargo a Antonio Caño nada más llegar Sánchez al poder, pero como contrapartida tenemos ahora un buen libro. Lo inquietante de lo que relata no es que aquel juicio lo tuviera él por cierto, sino los hechos que recopila para hacer comprensible su descripción del que llegaría a ser presidente.

La historia del poder es pródiga en personajes inquietantes. He exprimido varias biografías al respecto y tengo alguna conclusiones sobre la señales que debe alertar a los ciudadanos capaces de discernir por sí mismos: si los contrapoderes que ha construido la democracia se debilitan, un poder que no tenga límites morales constituye una seria amenaza para el bien que supone el efímero transcurso de nuestra vida. Una primera alerta debería producirse en el PSOE. Tal vez se está gestando, pero eso requiere otro análisis.

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