Internet en 2021 se encuentra dominado por una cibercracia “Big Tech” con sede precisamente en Silicon Valley, donde fueron recalando esos jóvenes idealistas que otrora soñaban con un Internet ácrata y utópico que hoy es sólo una fantasía del pasado. Operaciones multimillonarias de inversión y la lucrativa jugosidad de los contratos firmados como fundadores y directivos fueron alterando la cosmovisión ética primigenia. La realidad cibernética está ya de facto monopolizada por unos gigantes cibertecnocráticos que copan los principales servicios digitales (Google, Facebook, Twitter, Apple, Amazon, Microsoft…), y lo hacen a todos los niveles del mercado ciberespacial: sistemas operativos, navegadores, servicios de hosting y cloud, distribución y descarga de aplicaciones móviles, motores de búsqueda, redes sociales y sistemas de mensajería electrónica.
Detrás de estas Big Tech se encuentran los mismos intereses financieros y mercantiles que dominan Wall Street, como los grandes bancos y fondos de inversión que son sus principales accionistas (BlackRock, Vanguard, State Street, Fidelity, JP Morgan, Goldman Sachs entre otros…), así como las grandes corporaciones que se anuncian a través de sus principales marketplaces y plataformas. También se cobijan detrás de las Big Tech determinados lobbies, think tanks y fundaciones, y grupos de supuestos filántropos y magnates que actúan como gurús globalistas y transhumanistas. Han convertido Internet en un latifundio de terratenientes virtuales (Bill Gates, Larry Page, Tim Cook, Mark Zuckerberg, Jeff Bezos) gracias a los monopolios que han construido sobre la base de sus agresivas prácticas comerciales y condiciones contractuales, y al dominio absoluto de la computación y ciencia de datos (Big Data). Pero también, por supuesto, mediante una estrategia para optimizar su carga fiscal a nivel internacional y minimizar los costes regulatorios y de supervisión de las autoridades estatales de los países donde operan.
A nivel sociopolítico la dificultad para un sistema democrático radica en cómo obligar a las plataformas de contenidos de Internet -propiedad de estos gigantes tecnológicos y financieros-, a salvaguardar la libertad de información y el derecho de expresión, elementos nucleares de la democracia y del pluralismo que se la presume. Al no tener la condición de medios de comunicación, estas plataformas tecnológicas no deberían en ningún caso detentar la capacidad de editorializar los contenidos de sus usuarios. Sin embargo, lejos de ello, sus algoritmos, opacos y diseñados por tecnólogos y científicos de datos con determinados intereses y sesgos ideológicos, pueden suplantar a los jueces y determinar qué es lo verdadero o falso, lo correcto o incorrecto en Internet. Mediante la programación informática pueden magnificar sucesos y tendencias, y minimizar o incluso borrar otros fenómenos que no sean acordes a sus intereses o al de sus accionistas y anunciantes principales.
La democracia y el pluralismo cívico podrían resentirse mucho, o incluso definitivamente, si esta deriva autoritaria de corte corporativo se cronifica y no se remedia con una firme reacción social y con instrumentos realmente efectivos de control y supervisión de carácter estatal y democrático. Unas pocas estructuras privadas distribuidas en múltiples jurisdicciones son de hecho las que establecen las reglas y condiciones que afectan al ejercicio de numerosos derechos fundamentales reconocidos constitucionalmente en gran parte del mundo. Han pasado de permitirlo todo en la red, sin apenas ningún control o filtro -para así absorber al máximo toda la información posible de la población-, a establecer sutiles mecanismos de censura, perfilación y cibervigilancia mediante sus inmensas bases de datos, potentes motores de búsqueda y el posicionamiento de los resultados basados en el pago del anunciante que introduce su publicidad para canalizar y maximizar su tráfico web. Acaban controlando el mercado publicitario mundial pero también los términos del debate público, cada vez más digitalizado y cibernético.
La cuestión problemática no es tanto que estas Big Tech retiren contenidos claramente ilícitos o con sospechas fundadas de violar derechos ajenos -incluso preventivamente-, sino que condicionen el debate público dentro de una sociedad democrática, determinando sobre lo que se puede hablar o no, arrogándose la función del poder legislativo y sin las garantías procesales del poder judicial. Esta situación representa un nivel de control e injerencia que una sociedad democrática madura no debería tolerar.
Los últimos cambios realizados por estas Big Tech en las condiciones y políticas de servicios que se aplican sobre sus usuarios de Internet obedecen a intereses muy específicos que se orientan hacia un Internet con unos internautas cautivos y sometidos a unos mecanismos algorítmicos, informáticos y automáticos cada vez más autoritarios. Desde un punto de vista cívico, ético y jurídico, resulta a todas luces preocupante que unos grupos de poder hagan uso de esta ingeniería social cibernética para favorecer sus intereses, generando sesgos cognitivos y conductismos que luego, más allá del ámbito virtual, se plasman en la vida real y afectan enormemente a las relaciones sociales. Resulta paradójico que una tecnología digital tan potente y prodigiosa como es Internet pueda, sin embargo, conducirnos a una sociedad más cerrada, gregaria e ignorante.