El independentismo catalán siempre ha presumido de su vocación europea y, haciendo alarde de la subyacente xenofobia común a todos los separatismos, de “representar a un pueblo cosmopolita que se desmarca del resto de españoles” según un ex alto funcionario de la Generalitat. El incuestionable éxito de los Juegos Olímpicos de 1992 convirtió Barcelona en urbe de referencia y anhelado destino de miles de turistas. Pero el surrealista embate de 2017 y el grotesco doble mandato de Ada Colau sólo han acelerado el deterioro de la Ciudad Condal en aras de Madrid, referente financiero del Estado.
La sentencia del Tribunal General de la Unión Europea (TGUE) del 5 de julio despoja a los fugados Carles Puigdemont, Antoni Comìn y Clara Ponsatì de la inmunidad parlamentaria y certifica el imparable deterioro a nivel europeo. Un duro revés que imposibilita a los tres fugados viajar con frecuencia a otras capitales europeas, alimentar el necesario victimismo y reforzar la denominada estrategia de internalización. Las folklóricas ocurrencias e histriónicas salidas de tono de Gonzalo Boye, principal estratega jurídico formado académicamente en cárceles estatales, interesan únicamente a reporteros sesgados.
Un modus operandi, la internacionalización, que siempre ha formado parte del desafío independentista. Victor Terradellas, ex responsable de asuntos exteriores de Convergencia Democrática de Cataluña (CDC), se jactaba de sus encuentros con “representantes diplomáticos de las grandes potencias mundiales” semanas antes de ser detenido en mayo de 2018. De la misma manera, Aleix Sarri, mano derecha de Puigdemont, definía con tono altivo como “imparable” la voluntad de los catalanes de abandonar España y crear “un nuevo estado” que obtendría “el reconocimiento internacional en un periodo de tiempo inferior a Eslovenia”.
Nunca dejó de sorprendernos el optimismo exhibido por los responsables de la Generalitat en el exterior. En el bienio precedente al 1-O, los delegados de las principales capitales de Europa garantizaban que las instituciones comunitarias “responderían con pragmatismo” a la voluntad de la administración catalana de desligarse del resto de España. Respuestas monotemáticas que formaban parte de un guion aprendido de antemano y de obligado cumplimiento. Poco importaba el contenido mismo de los tratados de la UE que invalidaban todo lo enunciado. Quién más se significó a favor de “la incipiente llegada” de la Dinamarca del sur fue Adam Casals, histriónico personaje que emuló al evangelista Simón Pedro al abjurar de cualquier propósito nacionalista una vez implementado el art. 155 de la Constitución.
Es importante precisar que el independentismo logró alcanzar cierta popularidad. El 7 de diciembre de 2017 más de cuarenta mil catalanes se desplazaron a Bruselas en vísperas de las autonómicas del 21 de diciembre. La manifestación desde el Parque del Centenario hasta Schumann captó el interés de los autóctonos y de los miles de trabajadores de las instituciones europeas. Pero cualquier tipo de reivindicación quedó invalidada por las invectivas de los fugados, en particular Comín, contra Jean Claude-Junker. Expertos en política internacional como Erika Casajoana, lobista cercana a Puigdemont, livideció exigiendo de inmediato introducir cambios discursivos.
No cabe duda de que el separatismo cosechó su principal éxito el 1 de octubre de 2017. En absoluto por méritos propios, sino por la insensatez, la necedad y el cortoplacismo de quienes consideraron acertado enviar unidades antidisturbios a los improvisados colegios electorales. Desde la Moncloa se intentó subsanar el fracaso de los servicios de información anteponiendo la fuerza a la inteligencia política. El resultado fue desastroso, en menos de veinte cuatro horas el separatismo consiguió lo inesperado.
Las portadas de los diarios de toda Europa reflejaban la torpe intervención de los uniformados concediendo a expertos propagandistas la ocasión de tachar al Estado de autoritario y dictatorial. La diplomacia española tuvo que ir a remolque invalidando cualquier estrategia preventiva. Se consiguió limitar los daños gracias al carisma de Josep Borrell y la reconversión de España Global en un instrumento virtuoso, pero el daño estaba hecho. Los aspavientos y la gesticulación de Raúl Romeva, ex consejero de Asuntos Internacionales, al ser entrevistado por la BBC en 2015 quedaban como un lejano recuerdo.
Ocho años más tarde la denominada internalización se ha convertido en una opera buffa. Clara Ponsatì decidió no asistir a la presentación de un libro en Cataluña ante el riesgo de una posible detención. El ex mandatario autonómico necesita un mayor protagonismo que el simple liderazgo de JxCat. Ejercer como deus ex machina de una formación condenada a la irrelevancia le sentencia a un arrinconamiento mediático. De Comín hace tiempo que se perdió la pista. Además el entorno de los fugados confirma que “algunos estarían replanteándose su estancia belga, quieren regresar y estarían dispuestos a ingresar un tiempo en prisión”.
Mucho dependerá del resultado electoral del próximo 23 de julio. Los populares parecen intencionados a recuperarán el delito de sedición y Feijóo rescatará tanto en la campaña electoral como en el debate con Pedro Sánchez la concesión de los indultos. Asimismo, la presidencia del Consejo Europeo otorga a la Moncloa una proyección mediática de gran relevancia.
Mientras tanto el togado Llarena, salido victorioso del embate jurídico, sopesa si reactivar las euroorden y lograr la entrega por malversación agravada antes de la disolución del Parlamento Europeo en 2024. La pelota sigue rodando, pero el tiempo de descuento está a punto de finalizar.