En España notamos, además, que en algunos aspectos de lo “woke” y siguiendo nuestra infantil y extremista manera de ser tenemos prisas por ser los primeros de la clase, ansias por ser “lo más”, lo que nos lleva frecuentemente al ridículo peligroso (¿sorda y bollera? No se dan cuentan que dañan a la candidata a Valencia que puede ser una excelente alcaldesa por méritos propios importantes sin que tenga nada que ver con su carencia auditiva ni su sexualidad). Pero las épocas decadentes tienen algunos rasgos simpáticos, incluso positivos. Uno admira mucho a Baudelaire, a Gustave Moreau, a los monumentos y estatuas romanas de su época decadente, a las provocaciones de Lautréamont, incluso el rococó y los locos años treinta tienen su aquél. Y, por ejemplo, si dentro de lo “woke”, consideramos el esfuerzo por reforzar la tolerancia y el respeto hacia minorías, la intención es muy positiva. Se puede hacer mal, exageradamente mal, pero la intención es loable.
El problema es cuando la decadencia pasa a degeneración. Porque se acaban los aspectos positivos y simpáticos y la sociedad entra en metástasis. Y degeneración puede ser la perversión de las instituciones democráticas, el fomentar la “okupación” para “proteger la familia y el derecho a vivienda” (sic), la permisividad ante la violencia y el odio “de una parte”, el instalar la desigualdad ontológica entre ciudadanos de primera, segunda, tercera, favorecer el racismo (Arana, Torra, Pujol…), tomar el poder a base de engaños esenciales… Eso es bastante malo porque la degeneración suele llevar a la putrefacción. La del sistema y la de la democracia en nuestro caso. Con el sufrimiento de la sociedad. Sabemos que Kavafis propuso el remedio. Ante la Roma putrefacta dijo “Esta gente, al fin y al cabo, era una solución.” Esa gente eran los bárbaros, que diría Putin. Se le olvidó decir que es una solución que entraña muchísimo dolor y destrucción.
Y eso pensamos en esta semana pre-electoral.