Lo de pensar antes de hablar parece que pasó a la historia, lo que igual en parte y a modo de descargo también se explica por la exigencia de inmediatez que en todo actualmente sin posibilidad de eludirla, se nos exige. La reposada sucesión ha sido desplazada por la impulsiva simultaneidad. Se solapan salida y meta.
Estamos invadidos por la eficacia del “botón”, ahora cuanto más ignorantes más creemos que casi todo, sea cual sea el proceso y los procedimientos que subyacen, se consigue apretando uno, bastando sin más para ello que el deseo de hacerlo; lo que se ejecuta mediante una pequeña presión sobre el indicado pulsador, al que los cursis y pomposos llaman tecla de control.
Y de tales barros tales lodos. ¿Para qué primero pensar? Si se entiende por tan reducida oquedad cerebral que apretando un botón se materializa un deseo, entonces también por analogía se podría comprender que solo abriendo la boca se deleitarán oyendo la voz; y no, no es así si lo que se dice más que transmitir auténticas ideas, es escupir bellotas.
Una idea requiere de mucho pensar, lo que a su vez exige antes nutrirse de mucha información, asegurarse si es completa o tiene carencias, y acto seguido pasarla por el tamiz para garantizar su adecuación y utilidad a la finalidad perseguida; lo que se hace en silencio razonando, cavilando, discurriendo, deduciendo, induciendo, asociando, rumiando, meditando, reflexionando.
Unos lo llaman devanarse los sesos y otros romperse la cabeza, a mí me gusta más decir descalabazarse. En cualquier caso antes de hablar se debe diseñar y dibujar en la imaginación de forma estructurada y con perspectiva una composición plena de sentido con un alcance posible, congruente y ajustado en su materialización a los medios de los que se dispone. De lo contrario ocurre como con mucha probabilidad pasa en este texto (Al que le falta un segundo para acabar de importunarte) que se corre el riesgo de simplemente verbalizar garabatos mentales; e inevitablemente despejar todas las dudas.