Cuando se da aconfesional sepultura a un precepto de esta naturaleza, se da por sentado que, más allá de la acción de los tribunales de justicia, y al margen de éstos, la casta política privilegiada y parasitaria no considera que el ejercicio del poder -por muy legitimado democráticamente que esté- tenga que estar sujeto al Derecho y, sobre todo, a la Ética Pública.
La mecánica se repite de forma perversa y casi patológica, y trasciende a los partidos y sus siglas, aunque en esto salpica de lleno al PSOE de Sánchez. Primero, aflora una acusación de la que se hacen eco los medios de comunicación y que, por ello, se lleva a sede parlamentaria: alguien que ocupa un cargo público se ha conducido de forma irregular y hasta ilícita. Segundo, el señalado lo niega taxativamente, como el borracho niega haber ingerido una copa de alcohol y, por descontado, rechaza dimitir. Tercero, y prácticamente en ese mismo plano, quien tiene capacidad para cesarlo, es norma que se remita a la actuación de jueces y magistrados, poniéndose de perfil. Por último, es casi un milagro que el acusado salga de su posición política, no existiendo antes una resolución condenatoria del Poder Judicial.
Así, la abolición de ese ‘principio de responsabilidad política’ en España se traduce en que no hay miembro de la casta, por decisión rabiosamente errónea y lesiva que haya adoptado, o por inconveniente que haya sido, o por irregular que haya resultado la forma de materializarla, que considere que por apego a esa combinación de Derecho y Ética Pública haya de dar un paso al lado o atrás.
No. El ejercicio del poder (especialmente el político, el que emana del voto popular) no puede quedar supeditado a la mera sujeción al ordenamiento jurídico. Es una acción mucho más exigente, mucho más cargada de deber y que tiene que ver con que hay hechos indiscutiblemente graves que, aun no instituyéndose en delitos, tienen la suficiente entidad como para impedir que el sujeto ‘protagonista’ de los mismos pueda seguir aferrado a su sillón, a costa del sufragio y del sudor de la frente de los ciudadanos.
El ‘principio de responsabilidad política’ no emana, por tanto, de la ‘culpa’; ni tiene por qué vincularse de manera impostada, extrema o farisea a la tan cacareada ‘ejemplaridad’; es una cuestión, lisa y llanamente, de ‘exigencia’. Cuanto más tarden nuestras castas políticas privilegiadas y parasitarias en resucitar ciertas prácticas que deberían ser comunes y ordinarias, más tardará nuestra denostada, marchita y ajada democracia en recuperar el lustre que hace demasiados años perdió. ¿Tan difícil resulta entenderlo?