Semejantes reflexiones de quien llegase a correr por la Casa Blanca a inicios del siglo pasado, compitiendo contra Theodore Roosevelt, no pueden resultar más esclarecedoras (como rotundo contrapunto), a la luz de la decadente y tóxica situación que atraviesa, en España y hoy, la relación prensa-gobierno.
La montaña de delitos que se investigan por haberlos perpetrado, presuntamente, tanto la mujer de Sánchez como su hermano, no ha provocado sino que un presidente acorralado, desquiciado, enteramente fuera de sus casillas, pise el acelerador para estrangular la libertad de información y expresión del periodismo independiente (¿acaso hay otro posible?).
Sánchez ha iniciado una ofensiva furibunda y antidemocrática contra el periodismo incorrupto e intrépido, porque quiere a plumillas corrompibles y mansos, si es preciso a lamebotas comiendo y bebiendo del pesebre de lo público. Y Sánchez, como advirtiera el juez Parker, está alentando con su persecución no cosas distintas al fanatismo, a la ignorancia, al separatismo. Se mire por donde se mire.
Hoy, en la vieja Europa no hay otro depredador de la libertad de prensa más despreciable, en las formas y en el fondo, en los métodos persecutorios y en sus totalitarias intenciones, que el gobierno de España. Y sólo hay un elemento de esperanza total, en este día y esta hora: los poderes ejecutivos caen y pasan (a veces arrasando demasiada hierba); pero el vigor de las democracias y su continuidad se mantienen, con frecuencia, gracias a un periodismo merecedor de tal nombre, actuando como una verdadera institución que aporta estabilidad a una sociedad entera, a un país en su conjunto.
La única duda razonable hoy, y contra la que no cabe sino luchar hasta despejarla por completo, es que vayan desapareciendo la minoría de periodistas incorruptos e intrépidos que aún perviven, optando por la facilidad de corromperse y de amansarse, quedando reducidos a fatuos arietes, a patéticos palanganeros. ¿Resistirán sin secarse esas penúltimas gotas de dignidad en un tan necesario oficio?