Estas últimas quizás por su inferior relevancia curiosamente me llamaban más la atención y me despertaban más interés que la primera que era la importante, seguramente por ser simples metas provisionales sin emplazamiento fijo que sirven para dividir la carrera, y se señalan con una sencilla línea colocada en cierto lugar del trayecto bien para señalar la llegada a un puerto de montaña o bien para disputar un sprint, lo que en ambos casos otorga puntos al ciclista que la alcanza en primer lugar.
Al principio y durante muchos años, por su provisionalidad me parecía encontrar en ellas en cierto modo una alegoría de la vida misma; y así, mientras inexorablemente ha ido transcurriendo el tiempo, cuando iba consiguiendo algún que otro objetivo me decía en silencio a mí mismo por haberlo hecho no exento de cierto, ya no tan púber, orgullo: ¡Superada otra meta volante!
Pero fue hace unos años cuando cambió mi visión sobre el asunto, tras releer un relato corto, que desobedeciendo había leído a escondidas con el libro metido en el cajón del pupitre durante una clase en el colegio mientras el profesor explicaba una lección que por lo visto a mí en ese momento no me interesaba nada; era una breve historia donde desde la península por su conocimiento del idioma nativo envían a Francia a un joven corresponsal recién contratado para que escriba cada día para su periódico publicado aquí en España la crónica de la etapa del Tour, y donde el perezoso e irresponsable como no le apetecía ir todo el rato por carretera detrás del pelotón y para aprovechar mejor la oportunidad y no desviarse de lo que le interesaba, dadas sus exiguas dietas y su juvenil ardor guerrero, opta por andar todo el rato zascandileando con guapas y alegres parisinas, para finalmente resolver el dilema que le supone el incumplimiento de su obligación mediante el envío a su redacción de la traducción literal de la crónica que el vespertino periódico Le Monde publicaba cada día de la etapa del día anterior.
Y tras encontrarme por haberlo buscado a propósito otra vez con este texto, que siempre he guardado en mi memoria cuando la lección no atendida junto con otras muchas que si lo fueron probablemente también habría sido olvidada, me di cuenta volviendo la vista atrás que la vida no está formada exclusivamente por etapas con metas volantes, dada la incertidumbre permanente que la configura, donde para que la bicicleta se mueva no basta siempre solo la voluntad de pedalear, y dado en lo que realmente consiste la meta final y como se suele llegar a ella.
Con tantas vicisitudes que el devenir mientras se respira nos tiene reservadas a veces mejor se debería, por higiene mental, contemplar la incertidumbre del estar aquí y ahora como la oportunidad vital con la forma de ese trayecto sin solución de continuidad que hay entre dos errores volantes ocurridos por la intervención del azar en dos momentos distintos de tiempo; pues, mientras no siempre a todos les espera una meta, realmente nadie escapa de tenerlos y es de estos, de los fallos cometidos, de los que más y mejor aprendemos a través de una experiencia que para nuestra suerte se nutre básicamente del infalible método prueba y error, donde basta para que nos sorprenda el éxito que el número de pruebas supere en una unidad al número de errores.
Y para ejemplo de la existencia de los errores volantes que tanto me atraen y de su utilidad para aprender porque nunca se sabe lo que finalmente nos van a aportar, ahí tenemos la particular coincidencia que en aquella todavía no olvidada matutina clase escolar había entre el lector del relato, en este caso aquel niño que era yo, y el sujeto de la narración, el joven corresponsal que dominaba el francés. Supongo que mucho más, dado su afán en profundizar en la inmersión lingüística, a su regreso.
Pues si se considera, como suele ocurrir por parte de quien manda, un pecado merecedor de castigo no cumplir exactamente con lo que se te ordena, ninguno de los dos lo hicimos mereciendo en tal caso sanción, dado que ambos juntos cometimos los errores volantes propios que más suelen acontecer en la escuela, a veces también en esa mucho más torticera conocida como “la de la calle”: el joven corresponsal por limitarse a copiar y yo por no atender.