Lo que es una autocensura pura y dura adquiere tintes grotescos precisamente cuando los desinformadores (sean políticos o presuntos periodistas) aluden, para justificar su engaño, a argumentos como “evitar la estigmatización”, o a “no fomentar prejuicios”, o a “no alimentar discursos xenófobos”, o a “no provocar generalizaciones injustas hacia toda una comunidad”.
No es cierto (es una soberana simpleza) que si cada crimen cometido por un inmigrante ilegal se subraya, se lleve a la idea común e indiscutible de que todos los inmigrantes son peligrosos. No puede justificarse desde un artificial punto de vista deontológico mentir reiteradamente, en defensa de no se sabe qué interés superior, sobre todo cuando ese nexo hurtado entre la inmigración ilegal y el delito perpetrado y publicado en los medios es fundamental, totalmente relevante para entender el alcance de la noticia. Ocultar, aquí, equivale descaradamente a mentir, manipular.
Quizá sólo pueda entenderse (porque a nadie se le puede exigir ser valiente, porque la cobardía es hasta cierto punto denunciable) que ese nexo fundamental y totalmente relevante se omita porque haya políticos y presuntos periodistas cobardes que teman que ese enfoque provoque reacciones airadas entre su audiencia o, peor, entre sus anunciantes y patrocinadores.
En los tiempos que corren, y en la España del presente, el viejo aforismo de Orwell cobra más vigencia que nunca: “en tiempos de engaño universal, decir la verdad se ha convertido en un acto revolucionario”.