DEGRADACIÓN GENERALIZADA DE VALORES
Corrupción, demagogia y soluciones
Por Enrique Sánchez Motos, Administrador Civil del Estado
jueves 04 de diciembre de 2014, 10:33h
La corrupción centra hoy la atención de todos los ciudadanos y provoca su indignación y rechazo. Son muchos los casos descubiertos en los que desde el poder político se ha abusado desviando el dinero público en beneficio de personas e instituciones a los que no estaba legalmente destinado. Dinero para inversiones, formación, servicios al ciudadano ha sido destinado al enriquecimiento personal o en otros fines ilegítimos. Es necesario abordar la corrupción para poner al descubierto la causa de esas pautas de comportamiento con el dinero público para así ofrecer soluciones más convincentes e integrales. No basta con atribuir la corrupción a la actitud deshonesta de unos cuantos individuos. La corrupción tiene causas más profundas e institucionalizadas.
La palabra corrupción hace referencia a la alteración de la pureza de lo original. Por tanto, si acudimos a su esencia, la corrupción en la sociedad hace referencia a la degradación de los valores que originalmente se consideraron como fundacionales. Son los valores que aparecen en el articulado de nuestra Constitución: “la justicia, la libertad y la seguridad y promover el bien, el imperio de la ley, proteger a todos los españoles y pueblos de España, promover el progreso de la cultura y la economía, establecer una sociedad democrática avanzada”.
Es evidente que algo ha funcionado mal en nuestro marco constitucional. Salíamos de una dictadura y entramos en un sistema democrático homologable formalmente con el de otros países europeos.
Sin embargo, cabe preguntarse si cuando el terrorismo creció, en sus primeros tiempos, se defendió con la adecuada firmeza el derecho a vivir, si cuando se recortaba la libertad de expresión de muchos ciudadanos y se les obligaba a emigran por el ejercicio de ese terror, se acudió con suficiencia en su apoyo. Asimismo cabe preguntarse si ante la necesidad de financiación de las instituciones políticas y sociales no se optó por mirar hacia otro lado para no querer saber cómo se hacía. Cabe preguntarse si se fue socialmente honesto al hacer dispendios en actividades y lujos desmedidos con recursos públicos. Cabe preguntarse cuántas veces en nombre de lo políticamente correcto se crearon silencios clamorosos.
Hoy resulta evidente que valores tales como la “libertad, seguridad, promover el bien, justicia, etc” fueron postergados en aras de los intereses de partidos, instituciones e individuos. La política dio más valor a la conquista del poder que a los valores fundacionales y surgió la corrupción institucional. Los medios destinados a la publicidad y organización de los partidos políticos fueron cada día más amplios y costosos. Se fue considerando normal que los congresos de los partidos y los costes de sus estructuras fueran pagados por empresarios o bancos, que los agentes sociales empresariales y sindicales se financiaran de forma encubierta a través de gastos para formación y de subvenciones públicas, justificadas luego de forma muy superficial e incompleta.
Poco a poco se fue creando un entramado que usaba el margen de discrecionalidad pública para adjudicar los contratos a quien se deseaba, lo cual tenía como contrapartida que el adjudicatario pagara las facturas de un congreso de partido, de una campaña electoral, del arreglo de un parque infantil en el pueblo del candidato o a que entregara un maletín en un punto determinado. Estas corruptelas se dieron en todos los niveles ¿o acaso los bancos y cajas cancelaron voluntariamente los créditos deudores de los partidos por el mero afán de apuntalar la democracia?
Obviamente, los financiadores tenían que recibir algo a cambio: recalificaciones, licencias, adjudicaciones, normativa fiscal, paz social, etc. En ese contexto, los intermediarios que hacían el trabajo sucio lavando la cara a esas transacciones, mirando hacia otro lado, organizando las adjudicaciones a dedo, gestionando los fondos B, etc. tenían que ser compensados con puestos, remuneraciones, comisiones, etc. que luego aparecían como “dinero para asar una vaca”, cuentas en Suiza, patrimonios de origen dudoso, etc.
A veces se acusa al sector privado, al capitalismo, de cohechar al poder político pero ¿cuántas veces habrá ocurrido que los empresarios se hayan visto obligados, para que su empresa salga adelante, a “atender” al poder público de turno?
Se fue creando así una madeja de formas de actuar, una cultura de la corrupción, que fue haciendo prisioneros a los propios partícipes: empresas, instituciones financieras, sindicatos, instituciones públicas, altos funcionarios, políticos en el gobierno etc. Seguramente, cuando se producían cambios en las posiciones dirigentes de estos ámbitos públicos y privados, los nuevos llegados se encontraban con unas realidades y pautas de conducta que era mejor no destapar para que el olor a podrido no fuera demasiado fuerte. De hecho si en los actuales procesos de corrupción se buceara más profundamente aparecerían muchos otros implicados de menor nivel, o implicados por omisión de sus funciones de control.
La Constitución establece en su articulo 6 que en los partidos “su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos”. Esta obligación se incumplió desde el principio lo que dio lugar a la llamada “casta” de profesionales de la política. Por ello sus miembros son hoy, en mayor o menor medida, responsables de la amplitud que ha alcanzado la corrupción. Ciertamente no es fácil reclamar limpieza en tu partido cuando en otros también hay casos de corrupción, cuando son temas que no te envuelven directamente y cuando tu ubicación en las listas electorales depende de la cúpula del partido.
La importancia de lograr o conservar el poder político llevó a una cultura de demagogia interesada consistente en aplicarse a sí mismos y a al partido una vara de medir distinta de la que propugnan para los adversarios políticos. Ningún partido parece ser capaz de reconocer sus casos de corrupción respectivos ni el incumplimiento de sus obligaciones fiscales o de presentación de cuentas.
Por otra parte, frecuentemente se incurre en lo que podemos llamar la demagogia inconsciente. Es la de aquellos que creen que todo debe y puede estar previsto al milímetro y que se debe tener una pureza absoluta en el cumplimiento estricto de las normas. Este tipo de demagogia lleva a un callejón sin salida por un lado al no saber diferenciar entre la gravedad de haberse llevado dinero a casa y el haber incumplido una norma de tráfico, cosa que sin embargo entiende el ciudadano común. Esta demagogia inconsciente pretender conductas públicas y controles tan estrictamente pautados que no dejarían el margen mínimo de flexibilidad que requiere toda gestión eficiente.
Es también demagogia inconsciente pretender juzgar hechos del pasado a la luz de medidas a implementar en el futuro (ej. qué nivel de regalos puede aceptar un alto cargo) así como no querer tener en cuenta como atenuante, en las actuaciones corruptas, el haber aplicado una praxis que era habitual en una institución.
Tanto la demagogia interesada como la demagogia inconsciente son grandes aliadas de la corrupción, la primera porque lleva a no denunciar la corrupción de un lado si en contrapartida se tapa la corrupción del nuestro y la otra porque pretende imposibles que conducen a no hacer nada.
Toda esta apelación al realismo no es una propuesta de pasar página ni de que se corra un tupido velo. Por el contrario, toda la corrupción debe ser puesta a la luz para ser curada. No obstante, cabe realizar modificaciones jurídicas que en virtud de la aplicación de la ley más favorable pudiesen ser atenuantes e incluso eximentes para los corruptos como contrapartida a aportar información válida sobre casos de corrupción, que están siendo ya instruidos o que pudiesen serlo si fueran conocidos.
Asimismo, habría que diferenciar entre quienes promovieron o mantuvieron conscientemente prácticas corruptas de quienes fueron eslabones subordinados en la cadena. Habría también que introducir otras normas que condicionasen la utilización de esos atenuantes o eximentes a la aceptación de la inhabilitación para la ocupación de cargos públicos o para ser candidatos en los procesos electorales, todo lo cual afectaría a muchas personas que hoy ocupan puestos importantes en los partidos e instituciones públicas, y permitiría una depuración de los representantes de la “casta” dando lugar a que otros políticos, no contaminados, asumiesen los escaños o puestos vacantes.
Además de estas soluciones orientadas a facilitar que la corrupción salga a la luz y a que los implicados abandonen la escena política, incluida la ocupación de altos cargos en la Administración Pública, son necesarias también medidas técnicas que pauten las conductas públicas de forma adecuada para garantizar la transparencia y la equidad, dejando el necesario margen de discrecionalidad que es necesario para la eficiencia, pero evitando que se escondan tras esa discrecionalidad el amiguismo y la endogamia.
A la hora de diseñar estas pautas de conducta convendría contar con la colaboración y sugerencias de expertos pero también de los ciudadanos, a los que inclusive se les debería invitar a presentar, anónimamente, denuncias de casos o sugerencias de actuación que permitiesen tener una visión más completa de la corrupción y poder darle solución.
Por otra parte sería ingenuo pensar que con una primera tanda de medidas, aunque fueran políticamente consensuadas, se daría solución definitiva al problema de la corrupción. No encontramos ante una cultura asumida, constituida por muchas pautas de conducta que encubren la arbitrariedad, el amiguismo y la endogamia. Por ello habrá que, de forma dinámica y perseverante, mantener abierto el proceso de diseño de nuevas medidas de detalle para ir respondiendo a las nuevas casuísticas que se descubran o denuncien. Asimismo, habrá crear una evaluación constante, un observatorio, que al margen de la actuación de los Tribunales de Justicia, revise el funcionamiento de las nuevas medidas a fin de garantizar que no bloquean el proceso de elaboración de estas medidas dar solución responder con las conductas.
En suma, la corrupción está instalada en la cultura de lo público, no es atribuible sólo a la avaricia de unos individuos aislados. Frente a ella no cabe aceptar la demagogia interesada que aplica al adversario una vara de medir diferente ni la demagogia inconsciente que propone procedimientos y controles imposibles.
La solución pasa, en primer lugar, por sacar a la luz todos los casos, favoreciendo la denuncia de casos con la contrapartida de un trato atenuante o eximente de la responsabilidad. Asimismo, la pena principal debería ser la inhabilitación de los responsables para la vida pública sea como políticos o como altos cargos. Las sanciones deberían claramente diferenciar a quienes diseñaron o dirigieron los sistemas de corrupción de quienes fueron meros eslabones en la cadena.
La solución consiste, en segundo lugar, en pautar las conductas públicas para que el dinero público esté siempre sometido a un control no sólo de legalidad sino también de eficiencia. En este diseño de pautas es fundamental apelar a la cooperación ciudadana y de los funcionarios públicos.
Finalmente, la solución requiere mantener una evaluación constante de las nuevas medidas que pauten las conductas públicas, hasta conseguir crear una nueva cultura de corrección, transparencia y eficiencia en la actuación de los poderes e instituciones públicas.