Tengo la fea costumbre de decir lo que pienso, siempre y cuando no resulte excesivamente ofensivo en un ambiente domestico o intrascendente. Considero que en una sociedad sana, eso sería lo lógico. En circunstancias donde no me merece la pena quemarme o enfrentarme a alguien que no me despierta interés, únicamente omito mi opinión, si con eso evito un enfrentamiento que no me conduce a ninguna parte. No me gusta el royo de lo políticamente correcto, sobre todo cuando lo políticamente correcto es aceptar la opinión de un sujeto que se cree moralmente superior a su interlocutor. Posiblemente, abusando de la falta de formación del otro al que desea impresionar o simplemente porque se muestra más osado y con mayor seguridad, pero que en ningún caso, eso le da la razón.
No soporto esa manía tan española de criticar a los vivos y santificar a los muertos, por muy malos que estos fueran en vida. España es muy dada a ensalzar a personajes, que hasta hace bien poco eran detestados por la inmensa mayoría no sin razón.
Es lógico, además de humano, mantener con el fallecido cierto respeto y silencio. Es comprensible y deseable. Pero este silencio debe ser roto, cuando las alabanzas y los elogios rozan la locura, la mentira y la exageración, distorsionando la realidad e incluso pudiendo llegar a molestar gravemente a muchos a los que el difunto ofendió en vida.
Falleció Alfredo Pérez Rubalcaba y uno esperaba por parte de medios de comunicación y personalidades, el típico recuerdo y reconocimiento a una persona que prácticamente lo ha sido todo en política, con una larga trayectoria al servicio del partido socialista, que no tanto al servicio de España y con muchas más sombras que luces. Un recuerdo y un reconocimiento medianamente sosegado, sin estridencias, aunque como es costumbre, resaltado lo bueno que pudo haber hecho en vida y obviando lo más oscuro de sus actuaciones. Lo que nunca esperábamos, es la inmoralidad con los que muchos pretenden vendernos ahora la imagen de quien fue verdaderamente Rubalcaba, muy alejada de la realidad.
Cuando los que tenemos una cierta edad escuchamos elogios y alabanzas fuera de lo normal, y sobre todo fuera del entorno del partido al que sirvió, nos quedamos como poco atónitos. No pretendo aquí hacer una biografía pormenorizada de la figura de Rubalcaba. No es a mí a quien corresponde. Ni deseo ningún tipo de polémica con nadie, ni quisiera yo quitar merito a algunas de sus acciones, que seguro que alguna buena tuvo, pero tampoco puedo mantenerme en silencio e impasible ante la cantidad de mentiras que se están vertiendo y sobre de meritos que a él se le están atribuyendo.
La mayoría de los partidos políticos, decidieron suspender la campaña electoral por unas horas. Son los mismos partidos políticos que no mantuvieron el mismo decoro y respeto ante el asesinato de casi 200 personas que ni siquiera fueron capaces de suspender las elecciones en señal de duelo tras los atentados del 11 M. Dicen que acabo con ETA. Niego la mayor, entre otras cosas porque nadie ha acabado con ETA y mucho menos Rubalcaba. El único merito que pudiera serle achacable a él, es el de firmar las actas de rendición en nombre del estado ante la banda terrorista. Fue el ministro del chivatazo en el Bar Faisán, el portavoz del gobierno de los GAL, el eterno muñidor de conspiraciones. Formo parte de quizá uno de los peores gobiernos de España, el presidido por Rodríguez Zapatero, y ahora nos dicen que es un hombre de estado. Así se reescribe la historia y así blanqueamos el pasado de uno de los personajes más siniestros de la España surgida en el 78. Nos piden luto y respeto por Rubalcaba, y lo tengo, como con cualquier otro fallecido, pero no ensalcemos a los altares a quien no merece estar en ellos. Descanse en paz Alfredo Pérez Rubalcaba, y descansen en paz todos aquellos a los que la banda terrorista ETA asesino, y a todos aquellos que murieron un fatídico 11 de marzo del 2004, y al que tan poco respeto mostraron nuestros políticos, los mismos que ahora se muestran compungidos y alabando a quien no lo merece.