La izquierda española, frente a las persecuciones del socialismo real, ha mantenido un silencio clamoroso e, incluso, ha acusado a los disidentes como enemigos del pueblo o fascistas peligrosos. En España, la hegemonía marxista o progre en la cultura de izquierda ha sido totalmente férrea ante cualquier intento de denunciar las vulneraciones de los derechos humanos o difundir cualquier noticia relativa a los disidentes. El marxismo cultural hispano ha procedido sistemáticamente a neutralizar cualquier información cierta sobre los países comunistas y sus prácticas totalitarias. Sus técnicas claramente leninistas han consistido en calumniar e insultar a los disidentes y a los críticos, impedir cualquier publicación sobre el particular, hacer desaparecer material en las revistas, oscurecer mediáticamente la realidad, imposibilitar el debate público dentro y fuera de la academia o practicar la conjura del silencio absoluto. La progresía neomarxista española, maestra de la más inquisitorial censura, ha extendido un manto de silencio sobre la cultura de nuestra patria hasta el punto de mantenerla inmune a cualquier tipo de desviación ideológica.
Pensemos en las campañas difamatorias que se montaron contra Solzhenitsin, especialmente la sañuda de 1976 en la que el intelectualoide Juan Benet ejerció de “tonto útil” y escupió toda la bilis que pudo contra el escritor ruso. Se le tachó hasta el hastío al Nobel ruso de fascista, retrógrado, reaccionario, agente norteamericano. La izquierda española se ha hartado de gritar “valientemente” contra la guerra del Vietnam, contra el franquismo, contra Pinochet, contra Reagan, contra Thatcher, contra Aznar, contra la guerra de Irak, contra Bush, contra Trump…pero ha enmudecido repentina y significativamente cuando se trataba de protestar contra la opresión comunista en la antigua URSS o los países del Telón de Acero, el holocausto de los jemeres rojos en Camboya, la sangrienta Revolución Cultural en la China maoísta, la feroz dictadura castrista en la perla de las Antillas o la persecución anarco-comunista durante la “idílica” II República española.
La filósofa Simone Weil afirmaba que el comunismo es “…en todo y por todo una religión en el sentido más impuro de la palabra. En particular tiene en común con todas las formas inferiores de vida religiosa el hecho de ser utilizado continuamente, según la conocida expresión de Marx, como opio del pueblo”. La obra de Weil es un recorrido de búsqueda de la verdad comparable a la de los clásicos. Pensadora profundamente religiosa que vertebró su pensamiento a través de tres grandes ideas: sólo es posible pensar de verdad a contracorriente; nada es comprensible intelectualmente sino pasa por nuestra constitución ontológica: el sufrimiento; y, quien desprecia la religión no sólo se instala en el oscurantismo, sino que trabaja a favor del totalitarismo.
El barniz de conformismo cultural izquierdista en España es tan sofocante que parece haberse instalado la idea de que la visión progresista de la sociedad es un dogma axiológico que constituye un punto de referencia insustituible para todas las cosmovisiones que luchan para construir una forma superior de democracia. La izquierda española sigue mostrando un profundo desprecio por la libertad, sin la cual, por cierto, no existe ningún tipo de civilización.
La intelectualidad progresista sigue siendo como una enorme charca o un gigantesco pozo negro. Si se pasa cerca, la pestilencia marea. Pero si se remueve, el imprudente puede morir de efluvios nocivos, que son palabras caritativas para definir un efecto letalmente tóxico.