Cada día que pasa la situación de la Seguridad Social es más insostenible. Los más de 9 millones de pensionistas, sus 14 pagas al año, generan un déficit sistemático en la tesorería de la Seguridad Social de carácter irresoluble, a menos que se ejecuten múltiples medidas de ajuste. Estamos a las puertas de la jubilación de la generación del baby boom y la pensión media no dejará de subir en los próximos años. De hecho, desde 2011, los gastos sin cubrir suman unos 100.000 millones de euros. Lejos de encaminarnos en una dirección que nos devuelva al realismo y pragmatismo en esta materia, la reciente aprobación de la subida del 0,9% (que simplemente supone una subida de 9 euros al mes por cada pensión media) y que se consolidará a futuro, incrementará el déficit en 850 millones cada año, lo que en 10 años será un agujero de 44.000 millones y en 20 años de 89.000 millones, cifras astronómicas que agravan la insostenibilidad financiera de la Seguridad Social y ponen el riesgo la viabilidad estructural del Estado español.
Dentro de la crisis inminente de la Seguridad Social, caben algunas medidas paliativas para reequilibrar progresivamente el sistema público de pensiones. Parece evidente que en algún momento habrá que volver a la aplicación de un índice de revalorización de las pensiones, como el aprobado en 2013, que, si bien no ha sido derogado, ha sido efectivamente olvidado. Con dicho método de cálculo, al menos se pretendía evitar que el déficit de la Seguridad Social se disparase, considerando la crisis demográfica existente, con estimaciones de crecimiento de la esperanza de vida y el desplome de la natalidad. A lo que hay que sumar otras causas subyacentes de esta situación, como el alto desempleo que sigue habiendo en el mercado laboral y la baja productividad de una gran parte de las empresas españolas.
Un gobierno socialista y populista como el de Sánchez-Iglesias tendrá muy difícil realizar una profunda reforma del sistema de la Seguridad Social, a pesar del flamante nuevo Ministerio creado a tal efecto y a cargo del ministro Escrivá. No será fácil porque cualquier medida de solución de ese desequilibrio conllevará unas contrapartidas muy complicadas de asumir técnica y socialmente. La idea de Escrivá es aliviar el déficit de la caja de la Seguridad Social trasladando a Presupuestos Generales una parte del gasto, de forma que, en vez de financiarse con subidas de cotizaciones, se haga vía impuestos, elevando el IRPF, IVA, IS u otros tributos especiales o nuevos. Llevar a Presupuestos una parte del gasto social es posible, pero para ello habrá que vender la aplicación de unas subidas masivas de impuestos a las clases medias para sostener ese incremento de gasto público. Ingresos tributarios que, a diferencia de los gastos, son previsiones que pueden truncarse fácilmente en función de muchas variables y del ciclo económico.
Por otra parte, además de esta medida, existen otras palancas para maniobrar en la reforma que tarde o temprano habrá que efectuar. La subida de cotizaciones por contingencias comunes puede también hacerse, pero otra cosa es ver su impacto en la marcha económica de las pymes, lo cual puede lastrar su débil productividad y competitividad. La otra palanca es subir la edad de jubilación, teniendo en cuenta que la esperanza de vida también va en aumento, pero esta idea puede ser muy difícil de vender socialmente. Lo mismo sucede con la posible desvinculación de la subida de pensiones al IPC y establecer una indexación en función de los salarios y el PIB. Más delicado, pero potencialmente más preciso, sería tocar el cómputo de la pensión, en lo referido a la tasa de sustitución (salario-pensión). Dicha tasa se encuentra en la actualidad, aproximadamente, en el 80%. El sistema de cálculo de la pensión es uno de los mecanismos que más inciden realmente en el desequilibrio de la Seguridad Social porque, según algunas estimaciones, a los 12 años un pensionista ya ha recibido todo lo que cotizó en su vida laboral, lo que hace que hasta su fallecimiento viva con recursos que no ha contribuido a generar. Esta situación hace insostenible la Seguridad Social y no tiene parangón con la mayoría de los países de nuestro entorno, como Francia, en el que la tasa de sustitución es del 50% o Reino Unido, que es del 30%.
Otro aspecto que contribuiría a aliviar el desequilibrio podría ser la llegada masiva de inmigrantes, al objeto de rejuvenecer la población. La entrada de inmigrantes supondría a buen seguro una mejora de la tasa de natalidad y un crecimiento vegetativo positivo, pero traería consigo otras implicaciones nada desdeñables, comenzando por su ocupación laboral y disponibilidad de vivienda. No parece que la situación económica actual sea propicia para facilitar masivamente trabajo y vivienda a colectivos de extranjeros, en su mayor parte no cualificados, que lleguen a España para tener hijos y así conseguir con las nuevas familias que la población no envejezca a unas tasas tan rápidas. Si bien es cierto que la llegada de población foránea también supondría una subida del consumo interno, no está para nada clara la supuesta “rentabilidad” de esta medida que algunos como el actual ministro defienden, pues todo dependerá del grado de adaptación de las poblaciones inmigrantes, de su capacidad y disposición para adaptarse culturalmente a la sociedad española sin incurrir en los costes que suponen las ayudas públicas y la prestación de servicios sociales (que también suponen un gasto presupuestario), comenzando por el aprendizaje del idioma y de las costumbres sociales básicas europeas y occidentales. De otro modo, la previsible mejora de algunos indicadores llevará, soterradamente, el perjuicio de otros.
Lo que de momento parece más fácil de hacer es fomentar los planes de pensiones privados, individuales o de empresa, sobre todo para los trabajadores más jóvenes. Para ello es necesario que haya más oferta y competitividad en el mercado de estos productos financieros, y que se establezcan incentivos fiscales para su contratación.
Más allá de lo anterior, es obligado realizar una profunda reflexión, sin perder de vista que detrás de la crisis de la Seguridad Social está el diseño de un modelo de sociedad que prioriza y privilegia a las clases pasivas sobre las clases activas, en el marco de un concepto de solidaridad y bienestar que no está focalizado en el ahorro individual ni en la previsión personal y familiar. Esto hace que en realidad el grave desequilibrio de la Seguridad Social represente, en el fondo, una crisis intergeneracional de base moral, con situaciones paradigmáticas de pensionistas con viviendas en propiedad y pensiones públicas máximas de más de 2000 euros, mientras amplias capas de jóvenes asalariados apenas llegan a fin de mes como mileuristas y habitan en pisos de alquiler. El bienestar de los abuelos, su pensión contributiva blindada y garantizada, se hace a costa de sumir en la precarización a sus propios hijos y nietos, lo cual determina toda la marcha de la sociedad, porque una persona que ha trabajado toda su vida laboral, debería en buena lógica haber tenido capacidad de ahorrar y garantizarse su supervivencia individual como jubilado por varios medios, mientras que los jóvenes deberían tener recursos suficientes sin las cargas públicas aplicadas a sus ingresos privados, para precisamente poder formar familias, tener hijos, consumir y adquirir propiedades.
Se ha construido un sistema público de protección social a la inversa, priorizando la irresponsabilidad personal y esto nos ha conducido a la precariedad social. La única justicia de un sistema de Seguridad Social debería ser la de las pensiones no contributivas y las contributivas más inferiores, pues estas sí que son para poblaciones realmente necesitadas y las únicas que deberían estar bien dotadas y blindadas. El resto de las contributivas, por contraste, pueden discutirse de varios puntos de vista, comenzado por el hecho de que estos pensionistas, después de una vida laboral cumplida, deberían haber dispuesto sus ingresos hacia el ahorro responsable y no delegar su supervivencia en su tercera edad en la financiación otorgada por las generaciones menguantes de jóvenes precarizados cuya nómina debe soportar cargas y tributos crecientes que hacen que su renta disponible sea escasa para la formación de una vida familiar digna y estable. La “seguridad social” de los mayores, tal y como está establecida hoy por el sistema público de pensiones contributivas, es la inseguridad actual y futura de los jóvenes.