Lo que sigue es una alegoría que muestra la sociedad como una colmena donde se manifiestan todos los vicios, pero aun así la vida transcurre pacifica dentro de un razonable. De pronto una abeja exclama: ¡Ah si todos fuéramos buenos! Y he aquí que un dios caprichoso la escucha y decide liberarlos del egoísmo, del derroche, de la vanidad; en definitiva, de todos los vicios. El resultado lleva la colmena al desastre, la desaparición del amante que frecuenta restaurantes y hoteles afecta a dichos negocios; los artesanos y artistas dejan de ser requeridos porque se ha eliminado la propensión al gasto, tampoco hay préstamos con interés y muchos tienen que venden sus bienes porque no pueden pagarlos. La colmena termina arruinándose y las abejas que sobreviven emigran. La fábula deja una moraleja llena de ironía: Dejad de quejaros; solo los tontos se esfuerzan en hacer de una colmena un paraíso. La virtud por sí misma no hace que las naciones alcancen la plena felicidad.
He aquí la fábula de Mandeville anticipando el capitalismo surgido de la Revolución Industrial: una gran masa humana había llegado a las ciudades; campesinos que huían de su dura vida. Se construían fábricas y en torno a ellas crecían barrios hacinados. Surgían nuevas profesiones y grandes inventos, solo faltaba formular el modelo teórico en que debía desarrollarse la nueva economía. El primero en hacerlo fue el francés Saint-Simon (1760-1825) un filósofo que pensó que en la nueva sociedad los empresarios y los trabajadores eran los auténticos protagonistas y debían asumir el poder pues el resto eran clases no productivas. Debía crearse una sociedad ideal en la que a cada miembro se le pediría que aportase según su capacidad y recibiese según su necesidad. Rechazaba la parábola evangélica de los talentos, según la cual el premio del padre a sus hijos está en relación con la iniciativa de cada uno. Pero el hecho es que la obra de Saint-Simon se debatía en las aulas universitarias y terminó tomándola Karl Marx, exiliado en la liberal ciudad de Londres. Su visión partía también de la idea de Rousseau de que podría modelarse al hombre perfecto, algo que para el gran padre del liberalismo Adam Smith era imposible pues, tal como había escrito Mandeville, todos buscan su propio bien y eso hace egoístas a las personas, por lo que en vez de ignorar tal condición más vale aceptar que así en realidad. Por eso es famosa su sencilla explicación: No es de la bondad del panadero o del carnicero de la que debemos esperar que haya alimentos en Londres, sino del interés que ponen en sacar beneficio de su trabajo. Smith deduce que la armonía social viene de la combinación de egoísmo y empatía en la conducta: dame lo que necesito y por mi parte trataré de darte lo que deseas. En definitiva, un intercambio natural voluntario que no responde a intenciones preconcebidas.
Sabemos dónde llevo el marxismo a los países que quisieron imponer el modelo de un hombre perfecto y lo convirtieron en un mero objeto del poder. Un retrato no necesariamente tan trágico como sería el periodo de Lenin y Stalin en Rusia y Mao en China, lo hemos visto en la película La vida de los otros sobre la Alemania del Este. La caída del muro hizo creer, y así lo expreso Fukuyama en un artículo que le dio fama, que la democracia liberal quedaba consagrada y la amenaza comunista se desvanecía, pero no tuvo en cuenta que el componente esencial del comunismo es cuasi religioso porque promete la felicidad a los desfavorecidos. He tratado de desmenuzar en www.lahistoriadelpoder.com los errores conceptuales del análisis marxista. Incluso he estudiado el sistema comunista desde el horror de la Revolución Cultural de Mao, hasta su conversión en el descarnado capitalismo que ha convertido a China en la factoría del mundo bajo el férreo control del partido.
Y a pesar de todo lo que ha llovido y parecía probado, vivimos en España como caso único en Europa con un gobierno del que es vicepresidenta una comunista como Yolanda Diaz que ha escrito un prólogo laudatorio a la más reciente edición del Manifiesto comunista. Ocupada ella de una cartera ministerial que debería en regular las relaciones laborales, esa en las que un buen comunista nunca ve al empresario como empleador sino como explotador, muchos vaticinan que España, un día novena potencia económica mundial, se descuelgue en esta década de los veinte primeros puestos. Conviene recordar y poner en su auténtico valor al primer presidente socialista de nuestra democracia, Felipe González, quien no solo tuvo el coraje de hacer abandonar al PSOE del marxismo que inspiraba su programa, sino que tras vencer en cuatro elecciones generales (1982-1986-1989-1993) llegó a la quinta (1996) con sólo tres cientos de miles de votos menos que el PP. Podría haber intentado formar gobierno con el apoyo que le ofrecía Jordi Pujol. Felipe declinó la oferta y abrió paso a la alternancia. Muchos, a izquierda y su derecha, discuten su figura, pero lo cierto es que culminó brillantemente la transición iniciada por Adolfo Suárez. Lo que después hemos tenido en el poder podrá describirse con cuatro palabras: prepotencia, estulticia, pasividad y narcisismo. De las cuatro etapas, la última nos ha llevado a la pésima combinación de gobernar con el apoyo de nacionalistas y comunistas, dos concepciones que representan las tragedias que vivió Europa en el siglo XX.