No es cierto. Y no lo es plenamente no porque queden incontables etarras fugados pendientes de ser perseguidos, detenidos, procesados, juzgados, condenados y encarcelados. Tampoco porque permanezcan, en paralelo, cientos de crímenes de la banda asesina por llegar a la Audiencia Nacional.
No es cierto porque no puede haber derrota completa y efectiva -verdadera- de una banda asesina cuando ésta ha sido capaz de legar a un puñado de epígonos que copan las instituciones y a una base social que entiende que “lo que se hizo (amenazar, extorsionar, secuestrar, matar, herir y mutilar personas) tenía un sentido”.
Una década después de que ETA anunciase su disolución, esos epígonos inicuos, apenas abyectos peleles, no piden perdón, no se arrepienten, no condenan sin ambages ni subterfugios, no repudian una historia de sangre, de sabandijas con pistola, de despojos encapuchados que amargaron la vida de los españoles -y sepultaron la de muchos- durante medio siglo.
Pero hay más: esos epígonos están en condiciones (con ese discurso, con ese programa, con esas propuestas y desde esos inicuos postulados ‘pseudopolíticos’) de convertirse en la fuerza con más apoyo en el País Vasco.
No. Ni el Estado de Derecho ni la sociedad española han puesto en el sitio que merecen a quienes se han sacrificado (voluntaria o involuntariamente) por nuestra libertad y nuestra democracia, las víctimas del terrorismo, ni (menos aún) a quienes consideran en un panteón de alcantarilla a Ternera, Otegi y demás escoria sobre la que, incomprensiblemente, cayó y cae un manto podrido de impunidad.