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Ana María Matute y Alfredo Ramón

· Por J. Nicolás Ferrando, director de Artelibro Editorial

Ana María Matute y Alfredo Ramón
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El 10 de agosto de 2025 quedará para siempre grabado en mi memoria: ese día puse el punto final a Los universos de Ana María Matute, fruto de varios meses de investigación intensa. No deja de ser simbólico que coincidiera con la festividad de San Lorenzo, santo al que Felipe II —quien fijó la capitalidad de Madrid— rindió homenaje levantando el imponente monasterio de El Escorial, en recuerdo de la victoria en la batalla de San Quintín. Cada vez que termino un libro —y ya son muchos— me invade una doble sensación. Por un lado, la satisfacción íntima de haber culminado un trabajo bien hecho; por otro, una extraña orfandad. Sé que ya no viviré pendiente de este universo durante mis horas de estudio, investigación y creación, ese privilegio que tengo la fortuna de llamar oficio (y del que muy pocos escritores podemos vivir).

El mundo de Ana María Matute es inagotable y singular, un territorio literario que atrapa y transforma. Echaré de menos sumergirme en sus páginas, en su lenguaje y en su mirada, ahora que esta obra bibliográfica llega a su ocaso. Pero todo en la vida tiene un final, y la escritura, como la existencia misma, vive de ciclos.

Quedan todavía algunos pasos hacia la publicación —maquetación, diseño de cubierta y otros detalles—, pero la escritura, ese corazón palpitante del libro, ya está concluida. Y, pensando en ese cierre, decidí que la contraportada de Los universos de Ana María Matute llevara una pintura de Alfredo Ramón: una vista de las inmediaciones de la calle José Abascal, en Madrid, donde Ana María Matute pasó parte de su infancia y alimentó ese inagotable territorio de invención que marcó su obra. La pieza, un temple de huevo sobre lienzo, fue fotografiada por Linda Hament. Con ella, y junto al historiador José María Sánchez Molledo, publiqué el año pasado el libro Alfredo Ramón. Un pintor universal, obra que reivindica el legado de un creador que supo captar, como pocos, rincones singulares de un Madrid ya desaparecido.

Ana María Matute y Alfredo Ramón compartieron más de lo que podría parecer a simple vista. Ambos eran apenas unos niños cuando estalló la Guerra Civil y se vieron obligados a crecer de golpe. A ella la sorprendió en Barcelona, donde conoció el miedo y la muerte; a él, en el Real Sitio de la Granja de San Ildefonso. Con apenas catorce años, Alfredo Ramón tuvo que trabajar de camarero para ayudar a su familia. En el hotel donde servía se reunían espías y militares implicados en la contienda, y pronto aprendió a vivir bajo la máxima de “ver, oír y callar”, consciente de que cada conversación podía contener un peligro. La violencia de la época lo marcó para siempre: fue él quien tuvo que identificar el cadáver de su padre, fusilado en Vicálvaro.

Y sin embargo, de aquellas infancias truncadas brotó una fuerza creativa inmensa. Matute levantó mundos literarios donde la inocencia y la crueldad conviven en una verdad poética inquebrantable; Alfredo Ramón atrapó en sus lienzos la luz y las sombras de una ciudad que ya no existe, pero que respira en cada pincelada. Ambos fueron testigos de la pérdida y, a la vez, constructores de belleza: uno con la palabra, el otro con el color.

Hoy, al cerrar Los universos de Ana María Matute, siento que este libro no es solo un homenaje a una de las grandes escritoras de nuestra lengua, sino también un puente entre dos miradas que, aunque nunca se cruzaron, compartieron la misma misión: rescatar la memoria de lo vivido y transformarla en arte. Porque hay vidas que, aun separadas por la distancia y el tiempo, se reconocen en su afán por dejar huella.

El próximo 21 de agosto se cumplirán 103 años del nacimiento del pintor Alfredo Ramón. Qué mejor homenaje que enlazar su nombre al de la maga de las letras, la niña eterna de nuestra literatura, que supo mirar el mundo con la misma intensidad con la que él lo pintó. En Ana María Matute y en Alfredo Ramón, la creación fue refugio y resistencia, memoria y revelación. Ella convirtió las heridas en relatos que aún laten; él, en colores que aún iluminan. Y así, palabra y pincel seguirán dialogando más allá del tiempo, recordándonos que el arte, cuando nace de la verdad más honda, no muere nunca.

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