La palabra elegante viene del latín “eligere” que significa elegir o escoger, por tanto ser una persona elegante básicamente no es otra cosa que ser una persona que sabe elegir y en consecuencia acierta al descartar, de ahí aquello que no pocas veces se dice de menos es más.
Rara es la ocasión donde establezco la elegancia de un ser humano básicamente en su aliño indumentario -calificado de torpe por el poeta al referirse al propio-, ni siquiera si se nota que con él que se adorna ha sido escogido con estudiado cuidado, nunca pude evitar que me sobren por completo los pisaverdes y los lechuguinos. De esos que lamentablemente me temo siempre ha habido demasiados.
En cambio frecuentemente me fijo sobre todo en la conducta natural que la persona elige para deambular tanto por las voluntarias como por las impuestas rutas que se le ofrecen o le salen al encuentro, y no digo caminar, dado que la diferencia está en que en el primer caso [al deambular] no existe para andar dirección previa fijada y en el segundo [al caminar] antes de dar el primer paso ya la hay. Y al considerar que en toda dirección preestablecida hay un egoísta interés y por tanto no impera precisamente la espontaneidad, y como no puedo evitar asociar a esta última característica la elegancia real fundamentalmente por lo difícil que tiene para resultar auténtica ser impostada, me cuesta encontrarla en la excesiva planificación. El plan no falla hasta que comienza el combate y el error, elegante lo que se dice verdaderamente elegante, no lo es ni cuando se pide perdón. La elegancia precisa ser cuidadoso en la acción no basta con la intención.
Hay una total ausencia de elegancia en el vago redomado al igual que en el inútil, no así aunque pueda resultar extraño está siempre ausente obligatoriamente en el malvado, la elegancia tiene su reflejo y su último provecho en el observador no en el observado, y por tanto exige cierta funcionalidad y para ello hay que ser como mínimo un poquito necesario, lo que jamás se da en quien permanentemente está a la sopa boba.
Nunca resulta elegante el ignorante, básicamente por no haber escogido curarse de su ignorancia, dado que esta siempre admite alguna pequeña reducción por mínima que sea; aunque debo decir que no puedo evitarlo y tanto el ignorante como el pedante si se presentan demasiado acicalados me resultan por igual ridículamente estrafalarios.
Son muchas las veces donde el elegante para serlo precisa más de la ausencia que de la presencia, valga como ejemplo quien apoya las consecuencias de sus argumentos en el silencio mientras paciente espera que cuando llegue el momento hablen por sí mismos los hechos, en lugar de gritar vacuas amenazas para hacer valer los fundamentos de sus ególatras pretensiones.
Una de las mayores faltas de elegancia la demuestra quien se queja en una situación de incomodidad compartida. Por ejemplo ese que en pleno verano a las tres de la tarde está a pleno sol con otros cuatro compañeros de faena pintando la línea continua en una carretera de la Meseta y dejando caer la brocha gorda al suelo tras resoplar sonoramente dice, este maldito calor es inaguantable. Es muy poco elegante, es más es de ser un completo pelmazo, manifestar en voz alta como si descubriera algo nuevo lo que todos de sobra saben por experiencia propia.
Es elegante tener totalmente interiorizado que aunque no todo el mundo vale por igual para lo mismo, realmente al final tomado en su conjunto nadie vale más que nadie, y para prueba ahí está que los virus y las bacterias al elegir huésped no se paran en hacer distinción.
La verdad no es elegante ni inelegante, pero sin duda la elegancia tiene relación con la verdad aunque el vínculo solo se circunscriba al momento y lugar donde se manifiesta. Nadie percibió una persona elegante en el inoportuno ni en el indiscreto.
El campo de la competencia y la rivalidad es terreno abonado para mostrar el grado de elegancia que se posee, sea cual sea el resultado si al terminar el partido no ofreces la mano, felicitas con honestidad a tu contrincante y desde ese momento lo ves como a un amigo, es que no has entendido nada. Y la torpeza en el entendimiento nunca resulta elegante.
Que al terminar la historia no haya un final feliz es la mejor oportunidad, aunque alardear nunca lo sea, para dar muestra de ser una persona elegante; es una buena ocasión de rechazar toda violenta estridencia para en su lugar aderezar la situación con la tan buscada pacífica armonía.
La mayor elegancia se alcanza no con el porte, sin que este deje de importar, sino con la palabra, pero no con cualquier palabra, solo con aquella que permite acertar en la reflexión, y que dicha de forma educada, es decir atemperada y modulada, es como un escudo que para nada agrede pero de mucho protege.
Para ser una persona elegante de base, y ayuda mucho ser sabedor de ello ya desde la cuna, se precisa en todo acontecer, con independencia del lugar y el momento, aunar con independencia de su número en todos los presentes cinco efectos sensoriales negativos sin excepción y de manera simultánea: que el oído no se irrite, que el olfato no se ofenda, que el tacto no se acobarde, que el gusto no se asquee y que la vista no se hiera.
Y para ello hay que mirar dos veces fuera por cada una que se mira dentro, hay que hacer como hizo el insigne físico, al situar el foco de la importancia en el mundo, resultando muy acertado a la par que elegante al decir “lo más incomprensible del mundo es que el mundo sea comprensible”, cuando en cambio jamás nos parecerá elegante que se haga como lo haría cualquier egocéntrico neófito, apuntando para sí mismo la atención, pues resulta muy burdo y zafio escuchar “lo más comprensible del mundo es que el mundo sea incomprensible”. Y sí, has concluido bien, la elegancia está en el matiz, obviamente siempre que este sea el acertado.