La paridad euro-dólar, el descontrol de los precios y los posibles cortes de suministro de gas en algunos países de cara al otoño e invierno no auguran sino un tiempo de profunda crisis en las economías de Europa occidental. El euro cayó a un mínimo de 20 años frente al dólar estadounidense, acercándose a la paridad por temor a una crisis energética y a la recesión. Este es el momento más débil que ha tenido el euro en relación con el dólar estadounidense desde noviembre de 2002. En el peor de los escenarios, con un corte total del suministro del gas ruso, la recesión de la economía europea sería ya un hecho y probablemente daría lugar a otra caída del 10% del euro a partir de ese momento, como reconoció hace poco Kit Juckes, estratega jefe de FX de Société Générale (MarketWatch, 11 de julio de 2022). La situación es tan crítica que, si se interrumpiese el suministro de gas ruso a través del Nord Stream 1, el euro podría hundirse a solo 90 céntimos, antes de que una recesión golpeara toda la eurozona, como apunta Bloomberg (Markets Plan Doomsday Scenarios If Russia Turns Off the Gas, 12 de julio de 2022).
La gran incógnita de todo este contexto es cómo repercutirá el impacto que comienza en Alemania, Polonia y otros países de Europa central en el resto de Europa y el mundo. Si hay un elemento clave en todo esto es la falta de previsión y cálculo de los líderes europeos, que roza lo irracional o cuanto menos lo negligente. Hacer seguidismo de la política de sanciones de EEUU sin que la economía europea dispusiese de un sustituto para el gas ruso es un error que pasará a los anales, teniendo en cuenta que Europa depende de Rusia para el 40% de sus necesidades energéticas. Este inmenso error geoestratégico podría suponer el fin de la UE tal como la conocemos, comenzando por la distorsión de su mercado interior, y no sólo la caída de algunos gobiernos. Si esta situación se prolongase varios meses -y todo apunta a que será así-, la recesión de la economía europea estará servida, con el consiguiente empobrecimiento de las clases trabajadoras y medias europeas. Además, a la vista de los hechos, hay razones suficientes para cuestionar si Europa se mantendrá unida cuando se produzca el hipotético corte total del gas ruso. ¿Se coordinarán los 27 países europeos para encontrar importaciones de reemplazo de fuentes alternativas o cada uno irá a la suya?
Desafortunadamente para los europeos, con líderes de la escasa talla de Von der Leyen y Borrell, la Unión Europea no hará sino agudizar su propia crisis energética y social, que es consecuencia del seguidismo irreflexivo a la política de sanciones de EEUU. De momento, una reciente encuesta del Eurobarómetro indica que el 58 y 59% por ciento de los ciudadanos de la UE no están dispuestos a aceptar el aumento de los precios de la energía y los alimentos respectivamente como consecuencia de las sanciones contra Rusia. A medida que se intensifique la crisis económica parece más probable que haya menos ciudadanos europeos propensos a afirmar que están preparados para afrontar la escalada de inflación por las sanciones de la UE contra Rusia. Sobre todo, por parte de la población de los estratos sociales más vulnerables, que es la que no se va a permitir climatizar sus hogares ni llenar la cesta de la compra adecuadamente.
Parece claro a estas alturas que Bruselas no ha sabido calcular las implicaciones de este seguidismo al Tío Sam. Imbuidos por un atlantismo pueril, posiblemente pocos altos cargos en Bruselas entraron a analizar qué consecuencias podría tener el hecho de no frenar a tiempo la escalada de tensión en Ucrania y de renunciar a un rol mediador y conciliador entre Ucrania y Rusia para el cumplimiento de los Acuerdos de Minsk (2014-2015), pronto quebrantados por el gobierno de Zelenski al llegar al poder en 2019. Desde febrero de este año, a las sanciones contra Rusia de la UE impuestas en las seis rondas desde febrero, se suman las que se remontan a 2014 y la crisis de Crimea, afectando a 98 entidades y 1158 personas. Vinculándose al unilateralismo de EEUU, y calcando sus sanciones contra Rusia, es ya patente que la UE se está estrangulando a sí misma.
Pero como los grandes temas exigen, es preciso mirar las causas y el contexto, aunque todavía impere en nuestra prensa “mainstream” el sesgo de la cosmovisión “atlantista”. Un sesgo que se revela muy descaminado para captar y relacionar debidamente los fenómenos que observamos, y que está inducido como es evidente por los intereses de los principales accionistas y anunciantes de los grandes grupos de comunicación europeos. Lo cierto es que la crisis de Ucrania ha mostrado por enésima vez, aunque esta vez en un grado superlativo, la incapacidad de la UE para adquirir y desarrollar una autonomía estratégica. Desde su propia fundación y antes con el Plan Marshall (1948-1951) y la creación de la OTAN (1948), Europa occidental ha carecido de ella o ha tenido muy poca. Desde el Tratado de Roma (1958) la unidad de Europa occidental tenía como objeto el de servir de dique de contención ante la expansión del comunismo soviético en Europa, acabada la Segunda Guerra Mundial. En un contexto de bipolaridad, Washington necesitaba reconstruir y desarrollar rápidamente Europa occidental para que sus clases trabajadoras se convirtieran poco a poco en clases medias y renunciaran a hacer la lucha de clases mediante partidos comunistas.
La estrategia angloamericana para Europa occidental, durante la Guerra Fría, consistió pues en promover un gran mercado europeo para sus multinacionales y esto constituyó un notable logro que se visibilizó en cotas de bienestar material incuestionable que a su vez se reflejó en el plano político e ideológico, evitando así que los proletarios europeos miraran hacia Moscú. La clase trabajadora europea, dentro del Mercado Común, se convirtió en una clase de consumidores satisfechos y pacíficos, neutralizando la amenaza del auge del comunismo y de la injerencia de la URSS en Europa occidental. Pero este éxito europeo no fue gratis y EEUU se cobró el precio imponiendo sus condiciones. Nunca dejaría que la UE llegara a alcanzar un grado de autonomía estratégica (militar, diplomática, energética, cibernética) que pudiera hacerle sombra. De ahí que tras la caída de la URSS en 1991 en vez de acercar a Rusia hacia Europa se promovió lo contrario, aprovechando su debilidad en los 90, hasta alcanzar la OTAN los 30 miembros y extendiendo la membresía de la UE a los países de Europa del Este.
Actualmente, el predominio de las grandes multinacionales estadounidenses en el mercado europeo, así como el de los monopolios de las Big Techs de Silicon Valley, el de las Big Pharma y por supuesto la penetración de la banca de Wall Street en las finanzas europeas, confirman la situación de tutela indirecta en que se encuentra la economía de la UE. Recientemente lo hemos observado en la cumbre de Madrid, donde la política exterior y de defensa europeas se han delegado de facto en el Pentágono y en la Secretaría de Estado de EEUU. El nuevo concepto estratégico aprobado responde primeramente a la necesidad de salvaguardar el dólar como moneda de reserva mundial. Este seguidismo europeo se fundamenta en un presupuesto cognitivo erróneo que es la presunción de que los intereses de Washington son siempre coincidentes o convergentes con los de Bruselas, aunque la experiencia empírica se empeña en refutarlo, como lo refleja ahora mismo la guerra de Ucrania, pero antes ya lo demostraron las guerras emprendidas por EEUU en Afganistán, Iraq, o instigadas en Siria y Libia, en las últimas dos décadas. La UE ha estado dócilmente acostumbrada a pagar las facturas de las crisis humanitarias y migratorias causadas por injerencias de su tutor americano en territorios y asuntos ajenos que no la benefician en absoluto.
Únicamente Angela Merkel supo ver que había que estrechar lazos con el gigante euroasiático. El liderazgo europeo de la ex canciller germana, desde 2005 al 2021, fue un paréntesis en el que Europa trató de construir tímidamente una cierta autonomía estratégica, tratando de situarse como un actor intermedio en un contexto global cada vez más multipolar. Cabe pensar que con Merkel la guerra de Ucrania probablemente no se hubiera producido y el Nord Stream 2 estaría transportando hoy abundante gas barato para las industrias y los hogares europeos. La ex canciller provenía de la RDA y sabía entenderse con los rusos. Eso no quiere decir que la política germana ni la europea liderada por ella consistiera en rusificar Europa ni mucho menos, o caer bajo la órbita neozarista de Putin. Se concibió la relación con Rusia de forma pragmática para garantizar energía barata a la industria alemana, hasta que más adelante pudieran completarse los planes de transición hacia la energía verde, que la UE ingenuamente aceleró con el Pacto Verde Europeo en 2019 sin una adecuada planificación y prevención, error que ha agravado la presente crisis energética. La situación actual de algunas corporaciones teutonas no puede ser más lamentable, como por ejemplo sucede con las acciones del gigante del gas alemán Uniper, que se han desplomado un 80% en lo que va de año mientras busca ser rescatada por el gobierno. Alemania ya se prepara para el racionamiento de energía y su crisis arrastrará sin duda al resto de los países europeos.
Por esta razón, resulta sencillo deducir a la luz de los acontecimientos que la estrategia angloamericana para Europa es básicamente impedir que Alemania y Rusia se entiendan, porque lo contrario significaría al tío Sam perder una relevante cota de poder en Europa y la capacidad de penetración en el Mar Báltico y en el Mar del Norte. Por tanto, la política de EEUU para Europa se centra en enemistar a los germanos con los rusos, impedirles que colaboren entre sí, obstaculizando la reconciliación y sus negocios bilaterales. Eso implica dejar a Alemania sin influencia diplomática y cortar el suministro de gas ruso hacia Alemania. Con un personaje como Scholz y con el cierre definitivo del Nord Stream 2, EEUU ha conseguido este objetivo sobradamente, aunque para ello se haya abandonado a su suerte a la población civil ucraniana mientras se sigue alimentando el conflicto desde el otro lado del Atlántico haciendo promesas a Zelenski que nunca se realizarán, más allá de la entrega de cuantioso armamento al menguado ejército ucraniano. Mientras que a la UE no cabe duda de que le interesa que termine esta pesadilla cuanto antes, los jugosos beneficios que está extrayendo EEUU hacen pensar que la gran potencia norteamericana pueda tratar de prolongarla lo máximo posible.
Bruselas sigue siendo una torre de Babel y no puede ser de otra forma, habida cuenta de los intereses tan heterogéneos que hay en su seno y de la burocracia que inunda sus procesos decisorios. Su acción exterior resulta a todas luces inoperante. No es casualidad que la sede europea de la OTAN se encuentre en Bruselas, junto a la interferencia de los grandes lobbies de Washington que allí anidan, sin olvidar que también muy cerca, a poca distancia, se encuentra la sede central de SWIFT, el sistema mundial de mensajería financiera cuyas comunicaciones están intervenidas por la NSA, como ya denunció Snowden (Der Spiegel, NSA Spies on International Payments, 15-9-2013).
La estrategia geopolítica angloamericana siempre ha sido meridianamente clara. La partida geopolítica que se juega en Ucrania tan sólo la ha manifestado por fin abiertamente. La intención de perpetuar el unilateralismo globalista de corte angloamericano a toda costa, se compadece poco con los intereses no sólo de la UE sino también del resto de lo que llamamos Occidente. Ahora, además, se ha hecho patente que EEUU puede llegar muy lejos para salvar el dólar, incluso a sacrificar la estabilidad y la paz social europeas y el propio euro. ¿Está la UE a tiempo de cambiar su posición y reaccionar ante sus errores? ¿Hay cabida para una racionalidad en Europa que dirija su propio destino en la búsqueda de una autonomía estratégica en el marco de un mundo multipolar? Si los líderes europeos prosiguen con esta conducta irracional y los daños económicos continúan… ¿cuánto tardará en agotarse la paciencia de la población europea más perjudicada?