En segundo lugar, el marco alemán, que circuló en Alemania Occidental desde 1948 hasta la introducción del Euro en 2002, se basó en gran medida en el modelo del Bundesbank. El BCE adoptó una política monetaria similar a la alemana, que enfatizaba la estabilidad de precios y la independencia del banco central. En la década de los 2000, la economía germana se benefició de una moneda común y un mercado único en la UE, lo que permitió a sus exportadores competir en igualdad de condiciones con otros países miembros. Además, la debilidad del euro frente a otras monedas, como el dólar estadounidense, ha ayudado a sus exportaciones, lo que ha sido una notable ventaja para la economía alemana.
Pero una de las características más destacables de la economía alemana después de la Segunda Guerra Mundial fue el ahorro que generó gracias a no destinar demasiado presupuesto público a gasto militar. Según el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos, en 2020, el presupuesto de defensa de Alemania era solo el 1,4% de su PIB, mientras que por ejemplo el de Estados Unidos era del 3,7% y el del Reino Unido 2,3%. En lugar de gastar en defensa, Alemania invirtió en educación, infraestructura y tecnología, lo que ayudó a desarrollar una economía altamente capacitada y diversificada. Esto también permitió que el gobierno alemán implementara políticas económicas expansivas durante las recesiones, como lo hizo durante la crisis financiera mundial de 2008-2009.
A pesar de las virtudes y ventajas desarrolladas por Alemania, debemos poner el foco en las limitaciones que padece como país soberano a la hora de ejercer un verdadero y efectivo liderazgo geopolítico regional y mundial. La crisis europea actual, más visible que nunca desde el estallido de la guerra ruso-ucraniana, aunque ya palpable desde la crisis del euro más de una década atrás, tiene entre sus causas más determinantes la incapacidad de Alemania para erigirse en una auténtica potencia política conforme a su poder económico. Su pasado sigue pesando mucho, y la memoria colectiva de Europa, dolorosa e imborrable, sigue siendo una losa sobre la propia sociedad alemana y sus líderes políticos y sociales.
Este problema de Alemania no es nuevo. Tiene su origen en la compleja configuración territorial y cultural que siempre ha presentado la nación alemana. Contrariamente a Francia, que muy pronto constituyó un estado nacional, Alemania conservó largamente sus tradiciones locales propias, manteniendo hasta el siglo XIX su fragmentación en una pluralidad de pequeños estados, entre los que sólo uno sobresalía por dimensión y potencia, Prusia. Una geografía fragmentada sólo simplificada después del Congreso de Viena, y que, con los Hohenzollern desde Brandeburgo, fue progresivamente organizando una maquinaria administrativa eficiente y un potente ejército, capaz de integrar políticas económicas y sociales hasta hacer de Alemania el gigante que conocemos.
Como examina Vera Zamagni, Alemania consiguió explotar las potencialidades de los nuevos sectores industriales, convirtiéndose en el mayor productor europeo de acero y líder en electricidad y química, creando en ese proceso una banca más innovadora que la de los anglosajones, porque no sólo eran especializados -bancos comerciales y de inversión- sino que ofrecían a las empresas que eran sus clientes otros numerosos servicios, como colación de acciones u operaciones de reestructuración de capital (Historia económica de la Europa contemporánea, Crítica, 2002, p. 57-64). La banca y la industria alemanas formaron así un músculo productivo vigoroso, rocoso, que, paradójicamente, carecía de un esqueleto estatal bien articulado y políticamente sólido. Alemania tenía una economía fortísima, pero carecía de un Estado nacional a la altura de su potencial industrial y comercial.
En este sentido, a propósito de la publicación del ensayo Constitución de Alemania (1802), Hegel ya se había preguntado cómo Alemania podía convertirse en un verdadero Estado. Hegel encontraba una escisión entre el espíritu de Alemania y el estado real de la política alemana, una divergencia que se convertía en causa de pesimismo, frustración, y a la postre insustancialidad. Unos sentimientos que llevaron al pueblo alemán a buscar con denuedo la objetivización y materialización de su “Espíritu”, con las funestas consecuencias que todos conocemos en los dos siglos posteriores.
Como afirma George Sabine, en su Historia de la Teoría Política (FCE, 2013), culturalmente los alemanes constituyen una nación, pero nunca han aprendido la lección de subordinar la parte al todo, porque el Imperio no tiene poder salvo el que le otorgan las partes. Y en efecto, las sucesivas pretensiones imperiales de Alemania no han tenido continuidad ni viabilidad. Han sido proyectos impotentes, fracasados desde su unificación en 1871. El ímpetu y fuerza constante de Alemania y su encaje con el resto de potencias europeas, principalmente Francia, ha sido una fuente de problemas irresolubles para Europa. De hecho, como recoge Sabine en la obra antes mencionada, Hegel “ponía sus esperanzas acerca de la unificación y modernización de Alemania en la aparición de un gran líder militar (…) que se identificara con la unidad nacional alemana como causa moral” porque “es en la guerra más que en la paz donde un estado muestra su calidad y se eleva a la altura de su potencialidad” (p. 481). Hegel ya estaba entonces firmemente convencido de que la modernización de Alemania exigiría una era de sangre y fuego, que es lo que a la postre traería Alemania para sí y para el resto de Europa de forma activa y recurrente.
Volviendo a la economía, puede afirmarse que la ventaja exportadora de Alemania ha perjudicado claramente a otros países europeos, en particular, a los países del sur de Europa, como Grecia, España, Italia y Portugal. Además, el superávit comercial de Alemania ha llevado a un déficit comercial en otros países europeos, lo que ha debilitado sus economías y ha contribuido a la crisis financiera en la región. A este respecto, Ulrich Beck, en 2012, en su obra Una Europa alemana (Paidós), critica agudamente la deriva que de facto se ha hecho desde Berlín en los últimos tiempos, al afirmar que Europa se ha hecho alemana, lo cual es equivalente a decir que la política europea ha quedado capturada por los criterios económicos de Alemania –plasmados en los austericidios presupuestarios de Grecia y en general de los países denominados peyorativamente como “PIGS”-. Unos criterios de ortodoxia tecnocrática aplicados desde Alemania y la esfera de influencia germánica, el bloque de los países frugales. Criterios que se sustentan paradójicamente en unas ventajas singulares de la economía alemana que, como se ha mencionado anteriormente, no responden a un esquema de equilibrio continental ni a unos principios equitativos ni solidarios.
Al dictar las condiciones económicas del rescate a Grecia, Italia y España en la crisis del Euro (2008-2012), de la forma en que lo hizo, Alemania perdió una oportunidad para tejer y armonizar unas relaciones equilibradas con la perspectiva de alcanzar una autonomía estratégica para Europa occidental. No puede pasarse por alto que precisamente es Alemania la nación que ha encarnado en toda la segunda mitad del siglo XX el paradigma de país rescatado. Una Alemania rescatada gracias a la solidaridad de sus socios, que facilitaron financieramente la reunificación desde 1990, condonaron cuantiosas indemnizaciones y reclamaciones pendientes de la guerra y pagaron con sus economías los ajustes que propiciaron la flexibilidad de la política monetaria del BCE y el proyecto del euro a imagen y semejanza del marco alemán.
Sin embargo, mientras Alemania recibía la ayuda de Bruselas en los 90 y principios de los 2000, no supo crear las condiciones para una industrialización armoniosa de toda Europa, y lo peor aún, incapaz de generar un esquema de seguridad energética para ella y para parte de la Unión, como han dejado al descubierto los sucesos de 2022. En este sentido, Alemania resulta ser una potencia paradójica. Disfruta -o mejor dicho, disfrutaba hasta hace bien poco- de una fortaleza económica sin igual en Europa, pero asimétrica con respecto a la calidad de su poder político y diplomático en el concierto internacional, que es muy reducido por no decir nulo en determinados contextos, como también ha dejado entrever la guerra ruso-ucraniana. Al conservar el estigma de potencia derrotada, y por tanto todavía castigada, no es ni puede adquirir la condición de miembro permanente del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Tampoco puede convertirse en una potencia militar y menos aún nuclear, a pesar de su notable y extraordinario desarrollo industrial. Alemania sólo ha sabido construir relaciones comerciales bajo sus criterios ortodoxos, ordoliberales y tecnocráticos, sin un anclaje político ni cultural con sus vecinos, lo que como denuncia Beck, ha conducido a una Europa de al menos dos velocidades, y con unos desequilibrios internos cada vez más agudos. Una política alemana cuyo error esencial, en palabras de Beck, no sólo ha radicado “en definir unilateralmente y en clave nacional el bien común europeo, sino sobre todo en la arrogante osadía de definir los intereses nacionales de otras democracias europeas”.
Por tanto, la crisis derivada de la guerra ruso-ucraniana ha destapado la total endeblez de las hechuras del país germano, su manifiesta inoperancia para moverse en el plano diplomático, y la pésima estructuración de sus relaciones internacionales, aún herederas de la subordinación a las potencias vencedoras en el 45, fundamentalmente EE.UU. y Rusia. Sin poder diplomático, el poder económico-industrial alemán se convierte en una ilusión, en una frágil realidad cuando el orden internacional se reconfigura abruptamente, como ha sucedido en Europa en apenas un año. Alemania es (o era) un país demasiado potente a nivel económico en contraste con sus socios del resto de Europa occidental, y al mismo tiempo, resulta ser demasiado débil y sumiso en el plano de la geopolítica mundial. El canciller Olaf Scholz, como también la presidenta de la Comisión Europea, Úrsula Von der Leyen, representan, incluso estéticamente, esa personalidad alemana muy gestora, administradora, funcionarial, burocrática, pero sin liderazgo práctico ni carisma. Alemania es más que nunca una nación superada por los acontecimientos geopolíticos y lastrada por sus imperecederos complejos internos, que en buena medida son expresiones de sus propias limitaciones y contradicciones históricas.
Alemania no es un problema para Europa, es el problema de Europa.