Resulta reconfortante que el monstruo que buena parte de los ciudadanos alimentaron sea enviado ahora a su guarida. Es un estorbo. Ha sido un engaño. Ha generado numerosos daños y perjuicios. Deja en el cuerpo social daños y lesiones considerables. Tan es así, que este mazazo para las huestes neocomunistas no puede sino traducirse en un avance indudable para la regeneración democrática: ¿o no lo es que esta casta depredadora de recursos públicos tenga que correr a buscar sus propios medios para llenar la despensa?
¿Dónde irán? Ésa es la gran incógnita. Porque resulta increíble pensar que su destino sea el que era su origen. En algún caso, procedían de matar el rato en una facultad (la de Ciencias Políticas de la Complutense), convertida en una pocilga y hecha una zorrera; en otros, se dedicaban a vender cromos en los kioskos; en el más subrayado, no a atender la caja de un Mercadona (como popularmente ha trascendido) sino de una tienda de electrodomésticos, que para el caso es lo mismo.
El ERE podemita es un primer paso para el adiós a ‘la casta de los peores’: individuos (de sexo masculino o femenino) que carecían de oficio o beneficio, ayunos en formación, con trayectorias profesionales que se podían escribir en el pico de una servilleta (eso cuando no equivalían a un folio en blanco).
Han sido una losa. No sólo porque han esquilmado groseramente, con la voracidad del hambriento, los recursos generados a pulso por los españoles. Han sido un lastre porque para las democracias siempre lo son las maquinarias de difusión de odio. Por eso, afortunadamente, con el finiquito de esta mamandurria, la nuestra gana en calidad… y en limpieza.