Bien lo sabe quién ha sentido que con una estocada no mortal lo han perforado, que de golpe en el pecho le han hecho un agujero y se lo han llenado de comprimido y punzante aire viciado en permanente expansión, y el muy endemoniado presiona sin tregua ni piedad las paredes de esa artificial y maldita cavidad corporal, cercenando la potencial ejecución de cualquier voluntad propia que no pase primero por el infinito deseo de su definitiva eliminación.
Y la inmediata legítima pregunta, hueca y vacía de respuesta, es ¿Por qué a mí?; pero si quieres válida réplica la pregunta debe ser ¿Afrontarlo o enfrentarlo? Lo acepto desde la serenidad, depositando un voto de confianza en el nuevo proceso abierto que me ha tocado en suerte, aunque el resultado pueda ser diferente del deseado; o lo enfrento desde la furia, y también desde el miedo, digo adelante y entro en combate con la esperanza en el peor de los casos de tener la oportunidad de morir matando.
Para administrarlo hay quien lo verbaliza y lo hace público con su queja, lo que es muy respetable, y el dolor entonces se oye; hay quien lo manifiesta con una comprensible amargada conducta, también es respetable, y el dolor en tal caso se hace visible; y hay quien por pudor no lo muestra y lo guarda para sí, y es de agradecer, pero por su circunspecto y particular elegante porte fácilmente se le supone, y aquí la fragancia del dolor flota en el ambiente y al aspirar cualquiera con un mínimo de sensibilidad en la pituitaria lo percibe.
Y si de las tres formas de gestionar el dolor, probablemente ninguna libera al perjudicado de la sensación de estar ya vencido. Al menos con la última cuando algún anósmico social, aunque solo sea uno, toma conciencia del silente padecimiento mutando la indiferente mirada hacia la merecida admiración, la fragancia deja paso al perfume del dolor y si no ganas la partida, por lo menos has ganado esa mano; vencido sí, pero aún no derrotado.