Como el cocodrilo después de haber destrozado a una víctima, Sánchez -sin generar ninguna credibilidad ni afecto sino el de sus iletradas, apesebradas y fanáticas huestes- finge dolor y tristeza. La mala bestia devorando a sus presas. El verdugo pidiendo no ya comprensión sino compasión para sí mismo. Hasta ese desguace está llevando a España y a una institución como es la Presidencia del Gobierno.
La actuación ha sido -es- la de un iluminado, sí; la de quien ve fantasmas por doquier y construye desde su búnker agravios y enemigos inexistentes; la de quien huye hacia adelante fracturando y lesionando un cuerpo social de 47 millones de españoles; la de quien coloca en su bastarda diana, con un palillo en la boca y acodado en la barra de un bar, a jueces, magistrados, periodistas y hasta empresarios.
Pero, precisamente, el haber consumado esa actuación de manera tan groseramente inaceptable y explícita, el haberla magnificado sin ambages en un estilo sólo imaginable en un tiranuelo caribeño o un cacique de otra época es lo que le va a dar fuerza a la sociedad civil para ya no dormirse, para ya permanecer con la guardia alta, para ya responder (deliberadamente, cada día, en cada gesto) frente a un autócrata.
Hay batalla que dar. Y hay esperanza de ganarla frente a quien quedará, en los arcenes de la Historia, caricaturizado como poco más que un matón de discoteca; un Koldo -sólo por el capricho de los tiempos- venido fugaz y esperpénticamente a más.