Lo cierto es que no había nada racional en atacar a los romanos, aparte de los problemas psicológicos y los complejos juveniles del cartaginés. En el siglo III a.C., Roma era una pequeña república circunscrita a la península itálica, algo del sur de la Galia y una pequeña parte del noreste de Hispania, mientras que Cartago dominaba el norte de África, buena parte de Hispania y las islas y el comercio marítimo en el Mar Mediterráneo. Roma realmente no era un peligro para Cartago. Pero la obsesión de un individuo creído de sí mismo le hizo tratar de conquistar Roma, como cualquier “matón de barrio” hubiera hecho en su calle. Es algo así como si un país occidental en los tiempos actuales decidiera atacar económicamente a un gran país asiático simplemente porque tiene envidia de su saneada economía y su nivel de crecimiento.
Aníbal no tenía apenas cultura. Sólo había vivido en un ambiente de beligerancia extrema, marcado por su padre Amílcar, que ya era rey de los cartagineses. Aníbal no tuvo que luchar por conseguir poder y riquezas; ya los tenía por nacimiento. Este tipo de personas suelen ser especialmente supremacistas y no dar a las cosas el valor que tienen. No les importa apostar mucho o perder mucho, porque piensan que siempre habrá más y si los demás sufren por su actuación, da lo mismo, porque a ellos nunca les va a faltar un enorme patrimonio del que vivir sin trabajar.
Hay que reconocer que Aníbal consiguió victorias parciales en Tesino, Trebia, Trasimeno y Cannas, pero no se atrevió a atacar la ciudad de Roma. Sólo amagaba, pero no remataba, pensando que los romanos se rendirían ante él por ser vos quien sois. Durante más de diez años estuvo Aníbal mareando la perdiz en la península itálica, destruyendo ciudades y cosechas, matando romanos, aliándose con unos y con otros, pero sin conseguir nada sólido y, finalmente, su mala estrategia le hizo que tuviera que huir de Italia, esperando luego la respuesta de los romanos, que años después destruyeron Cartago. La verdad es que destruir una paz y unas alianzas que ha llevado muchos años negociar, sobre todo si no tienes necesidad de hacerlo, sólo lo hacen los necios. Aun así, a lo largo de la historia siempre ha habido personas como ellos, y lo que es peor, gente que les apoya y que creen en ellos. Siempre he dicho que el problema no es el que comete los errores, sino los que consienten que los cometa.
En cuanto a los enemigos del necio, cuando los demás se dan cuenta de cómo actúa y lo que pretende, lo normal es que se alíen para descabalgarlo de su pedestal y, entonces, se puede comprobar cómo un solo ser obsesionado puede destruir su propio país en lugar de aquél que quería eliminar, llegándonos a la famosa frase de Catón el Viejo “Delenda est Cartago” (Cartago debe ser destruida). A partir de ese momento, ya no hay piedad para quien se enfrenta al mundo creyendo que es superior a todos los demás. Sistemáticamente, desde Aníbal hasta Hitler, todos esos líderes han acabado mordiendo el polvo, y el resto de la humanidad ha seguido su camino.
Decía Machado que “entiendo lo que me pasa y solamente no entiendo como se sufre a sí mismo un ignorante soberbio”- La soberbia es uno de los siete pecados capitales, pero probablemente es el más disculpado por la gente en el mundo actual. La manipulación informativa, el culto a influencers sin cerebro, la cada vez menor implicación de los ciudadanos en las actividades públicas y demás, hacen que se entronice a líderes populistas como destinatarios de puestos para los que nunca estuvieron capacitados.
Dirigir, gobernar, mandar, no es nada fácil, sobre todo si el dirigente desea hacerlo bien. Aparte de tener las ideas claras, debe organizar un equipo capacitado que asume las líneas básicas de tu programa. No tendría sentido, por ejemplo, poner. de ministro a alguien aficionado a mantener meretrices, o poner a un médico como ministro de Hacienda, aunque la oposición ponga, para compensar, a un abogado a llevar los temas económicos. Lo dicho, vivimos en una época de mucha soberbia y mucha ignorancia y, como he indicado antes, no tienen la culpa los nombrados, sino el que los nombra.
Algunos incluso quieren empezar a controlar los centros de aprendizaje, sustituyéndolos por centros de adoctrinamiento, con lo que al final se puede acabar quemando libros, aunque no se haya leído nunca ninguno. Luego, puedes dedicarte a capturar disidentes y encerrarlos en campos de concentración, como hacía Hitler, aunque parece ser que es mejor si además los sacas de tu país, que así no se ven. Y es que ser fascista es lo que tiene, al final la piel de cordero se te cae y te muestras en tu auténtico esplendor, como realmente has sido siempre.
Ya sé que para algunos puede resultar difícil identificar a quién nos referimos en la actualidad como el nuevo Aníbal. No obstante, y parafraseando al siempre genial Charles Chaplin al final de su película “El Gran Dictador”, “cualquier parecido entre Aníbal y el perro pomerano de pelo bonito de mi vecina es mera coincidencia”.