Pero el triunfo de Morante va más allá de su figura. Es también un reflejo del fervor taurino que sigue muy vivo en Madrid. Frente a los que vaticinan su ocaso, la corrida de la Beneficencia volvió a mostrar que la afición madrileña responde, que Las Ventas sigue siendo el termómetro de la tauromaquia. Jóvenes, veteranos, curiosos y apasionados llenaron los tendidos con respeto, expectación y entrega. La fiesta sigue convocando.
Morante no solo toreó bien. Hizo arte. Su capote dibujó verónicas que parecían salidas de otro tiempo. La muleta, al compás lento, atrapó al público en una liturgia donde cada pase pesaba. El temple fue absoluto. La estocada, certera. Todo encajó para que la leyenda se agrandara.
En tiempos de cuestionamientos, de ruido y debate, ver a Morante salir por la Puerta Grande es también un acto simbólico. Es la afirmación de que el toreo, cuando alcanza su cima, tiene una fuerza expresiva comparable a cualquier otra disciplina artística. Madrid necesitaba esta estampa: la de un torero auténtico, consagrado por su entrega, vitoreado por un público que se reconoce en su arte.
Ayer, en Las Ventas, no se trató solo de una faena triunfal. Fue una declaración de amor a la tauromaquia. Y Madrid, fiel a su historia y a su pasión, respondió como solo ella sabe hacerlo: con un aplauso masivo y una ovación que aún retumba.