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Ana María Matute y Luis Raúl Ferrando

Ana María Matute y Luis Raúl Ferrando
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· Por J. Nicolás Ferrando, director de Artelibro Editorial

He tenido la inmensa suerte de que la muerte de mi padre, Luis Raúl Ferrando, acaecida el 9 de septiembre de 2025, se produjese cuando yo ya había concluido el libro Los universos de Ana María Matute, que en breve verá la luz tras varios meses de intensa dedicación a su obra y a su figura. Solo restan algunos detalles que escapan a mi supervisión. En estos días de inevitable duelo, la inigualable prosa de Ana María Matute y su forma tan singular de narrar la existencia se han convertido en un bálsamo que me acompaña y reconforta. Los que elegimos este difícil pero apasionante oficio sabemos que la literatura también tiene una función sanadora: nos ayuda a asumir la realidad con más entereza, a pasar página y a volver a empezar, a pesar de los golpes que el destino nos depara.

La obra de Matute está profundamente marcada por la infancia. Ella misma confesó que hubiera querido quedarse en ella para siempre, y en cierto modo lo logró, aunque los años encanecieran su cabello y las arrugas poblaran su rostro. Incluso su muñeco Gorogó, al que evocó en su inolvidable discurso del Premio Cervantes, envejeció a su lado. Gracias a sus páginas mágicas, yo también he podido regresar a aquel tiempo en el que Luis Raúl Ferrando ejerció su paternidad.

Mis recuerdos lo dibujan a veces preocupado por motivos que nunca llegué a comprender, pero también lo recupero en escenas de ternura y alegría: cabalgando sobre una perra labradora llamada Negra, paciente como pocas, en el jardín de una casa que hoy apenas sabría situar, de la que nos mudamos cuando yo era aún un niño. En la nueva casa, de la calle Montevideo, lo recuerdo madrugando cada mañana para llevarnos al colegio antes de ir a su juzgado, o al frente de una barbacoa de domingo, mientras mi madre —siempre atenta a su trabajo— recibía llamadas sobre el destino de algunos niños que no habían tenido la fortuna que tuvimos mis hermanos y yo, pues lideraba un juzgado de menores. Se lo he dicho muchas veces: de ella heredé su gran capacidad de trabajo, que puesto en práctica en mi editorial.

Otros de los aspectos inconfundibles en los libros de Ana María Matute son la pérdida y la memoria. Sus personajes se ven obligados a afrontar vicisitudes tan serias y duras como las que impone la propia vida. En esas páginas, el dolor se entrelaza con la esperanza, y la memoria aparece no solo como un refugio, sino también como una herramienta para comprender y superar la adversidad. Esa mirada matutiana hacia lo perdido y lo recordado resuena de manera especial en mí en este momento: me permite reconciliarme con la ausencia de mi padre, al mismo tiempo que me impulsa a conservar y atesorar lo vivido junto a él.

Y, por supuesto, en Ana María Matute nunca falta la fantasía. “Quien no inventa no vive”, proclamó en su consagración literaria en Alcalá de Henares. Un escritor debe servirse de la imaginación para sostener la esperanza, para pensar que quizá, en algún lugar y de alguna forma, habrá un reencuentro con aquellos a quienes hemos querido tanto. Esa fantasía, tan profundamente humana, es la que hoy me permite seguir escribiendo y trabajando, convencido de que la literatura no solo refleja la vida, sino que también la prolonga, la transforma y, en cierto modo, la salva.

Afirmó Ana María Matute, glosando la obra de José Manuel Caballero Bonald, que la poesía es la forma de literatura más sublime y estética, aunque ella nunca escribió versos. El hecho de que la imprenta aún no se haya puesto en marcha me brinda la oportunidad de incluir una poesía para mi padre en este libro, que estará dedicado a él: a Luis Raúl Ferrando.

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