LA REALIDAD DE LOS SUPUESTOS MACROECONÓMICOS Y EL P.I.B.
Que no le vengan a una ama de casa –ni a cualquier ciudadano que lidia con las cuentas del mes– con explicaciones inaccesibles sobre cómo la cesta de la compra, mediante el coste de bienes y servicios, condiciona su poder adquisitivo.
Ella lo sabe desde hace décadas: cuando el carro pesa menos y cuesta más, la teoría económica sobra.
Tampoco ayudan las fórmulas mágicas que a veces se nos presentan para organizar el dinero del hogar. El famoso 50/30/20 (necesidades, deseos y ahorro) suena muy bien… hasta que aterriza sobre nóminas ajustadas, alquileres al alza y productos básicos que cambian de precio más rápido que las estaciones.
España presume —con cierta razón— de sus cifras macroeconómicas en el contexto europeo. Un PIB en 2024 del 3,2 %, una estimación gubernamental del 2,9 % para 2025, y un IPC previsto en torno al 3 %. Pero la aritmética económica puede ser caprichosa:
Ejemplo:
Si la inflación fuese del 3 % y el PIB nominal del 2,9 %, el PIB real sería del –0,1 %. Es decir, no habría crecimiento real; el aumento de precios se “come” cualquier avance en la producción. Y lo que es peor: los ingresos reales de los ciudadanos tampoco mejorarían.
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A todo ello se suma la persistente brecha económica, esa desigualdad en la distribución de la renta y la riqueza que separa, a pasos cada vez más amplios, a quienes tienen mucho de quienes apenas tienen lo justo.
La estratificación social sigue repitiéndose con precisión casi matemática: Clase Alta, Clases Medias (si es que aún existen) y Clase Baja. Cada una con distinto acceso a recursos, oportunidades… y menús navideños.
En la primera, abundan los estereotipos de siempre: privilegiados de cuna y “nuevos ricos” que se autorregalan a sí mismos un asiento en la aristocracia del marisco. Langosta, bogavante, percebes, cigalas de tronco… a precios más cercanos a la joyería que a la alimentación. Y, por supuesto, nunca congelado: lo congelado —para ellos— es una palabra impronunciable.
Mientras tanto, la llamada clase media, habituada a peregrinar por mercados, plazas y grandes superficies, suele comprar a última hora, buscando algún producto asequible que proviene —ya congelado— de diez o doce países distintos.
Y, aun así, no falta quien pregunte con inocencia:
—¿Es fresco?
A lo que el vendedor, con una serenidad admirable, responde:
—Por supuesto.
La lucha por “ahorrar” en estas fechas es casi una tradición, pero los proveedores llevan mil Navidades de ventaja en ese juego.
Y al final, queda la realidad más dura, la que pasa desapercibida en los discursos oficiales: Cazuela de mejillones en Nochebuena y Pollo asado amarillo para Navidad (8 euros/kg).
Para muchos hogares, esa es la verdadera foto fija de las fiestas.