Que aceptes ser un actor secundario en una obra que no entiendes del todo y encima tu papel no ves que aporta durante la representación, y todo solo por ver tu nombre escrito en el programa o por mera supervivencia, hace muy posible que al no quedar otra tengas que someterte a la disciplina de una tarea que no te es propia y para la que, aunque no lo parezca por tu esfuerzo en disimularlo, no estás especialmente dotado.
Antes o después, en un momento dado, sea este el que sea, estás sin posibilidad de escape incluido en uno de estos tres grupos: el de los incipientes, el de los consolidados, el de los caducos. El futuro depara para los incipientes que alcancen la consolidación o que desaparezcan con el intento; para los consolidados exclusivamente que irremediablemente caduquen, la opción que tienen solo es la del intento en retrasarlo; y a los caducados no les queda otra posibilidad que la de esperar a que sean otros los que finalmente los dejen totalmente apartados por obsoletos.
Con independencia de la ubicación en cualquiera de estos tres grupos siempre, permanentemente, para salir adelante antes de nada son dos los verbos que hay que considerar y entender perfectamente en cuanto a lo que implican, y estos son: pensar y actuar.
Pensar para los seres racionales es lo opuesto y contrario a la acción que permite concluir que sencillamente porque se puede describir con detalle lo que podría suceder siendo además lo deseable que así fuera, también sin más ya se puede conseguir con seguridad que lo deseable suceda. Por eso es frecuente encontrar gente que creyendo haberlo hecho, jamás en su vida pensaron.
Actuar implica utilizar unos determinados medios para alcanzar unos deseados fines, y todo ser humano al actuar implícitamente acepta y manifiesta que no está satisfecho con su presente y que confía en ser capaz de mejorar su situación en el futuro, y por la finitud propia y también de la naturaleza para alcanzar esa nueva situación a priori más beneficiosa, antes de que caduque el plazo del que se dispone para lograrlo, debe elegir para su empleo entre unos concretos medios alternativos, todos ellos limitados.
Muchos son los disponibles, pocos son los llamados y, en más de una ocasión, solo uno al final es el elegido; lo que implica que, si el afortunado no aúna de todos los demás el reconocimiento general en cuanto a su mérito para donde ha llegado, el resto de los participantes triste y realmente solo ha servido como instrumento para guardar las apariencias. De nuevo otra tomadura de pelo ¡Sería inaceptable!
Hay a quien no le satisface su trabajo y, visto lo poco que se vuelca en su desempeño, se le nota; hay a quien si le place su trabajo, vive para desarrollarlo, a través de este se realiza como persona y orgulloso lo pregona; y hay a quien no le gusta su trabajo, pero lo realiza sin la mínima quiebra con total gusto y plena entrega para que el buen resultado contente mucho al destinatario.
La egoísta conducta del primero por si sola lo define, y en el segundo está bien claro que el motor que lo impulsa es la devoción, por tanto en estos dos seres en esta faceta de su vida, cada uno a su manera, realmente en el fondo en quien piensan es en ellos mismos, en cambio solo es el tercero el que antepone realmente por su trascendencia la propia labor y al receptor beneficiado por esta, y todo ello frente a su propio interés; y por tanto solo en este último caso hay un auténtico y verdadero compromiso, pues solo este trabajador contrae y cumple rigurosamente en sentido estricto una obligación.
De los tres solo el último dado que con gusto hace lo que no le gusta, si el resultado de su arte es fallido excepcionalmente tiene derecho a ofrecer excusa, eso sí siempre y cuando haya suficiente causa externa y ajena probada.
A un contable harto de su trabajo dado que la documentación para registrar en libros, cuando por un casual se la entregaba la empresa que lo había contratado, la recibía siempre mal y fuera de plazo, le sucedió como era esperable que en una inspección tributaria su cliente fuera objeto de regularización y sanción; el administrador de la sociedad le pidió una explicación de lo sucedido y en su descargo muy profesionalmente él argumentó “cuando Dios haga bien la contabilidad con lo poco que me proporcionas, yo haré milagros”.
Por eso incluso en el cadalso cualquiera de ellos, el verdugo o la víctima, puede ser un chapucero a la hora de cumplir con su papel pero por amor a un impecable resultado, que es lo que de verdad importa, y al poder mostrar una entre varias caras que para eso todos somos poliédricos, deben ambos con gusto contribuir a lo que de ellos se espera; y aunque probablemente el momento de la verdad incomode y mucho a ambos; el primero, tras asegurarse de estar adecuadamente armado, debe matar de forma seria y eficiente, el golpe dado con el hacha debe ser a la primera certero y definitivo, y la otra, ofreciendo indefensa su cabeza, debe morir con dignidad sin lloriquear ni suplicar recibiendo con una sonrisa, al sentir el roce del frío filo en el gaznate, la inevitable maldita forma de muerte que le ha tocado en suerte, porque ninguno de ellos ni nadie que para eso a todos se nos ha manufacturado poliédricos, tiene derecho a deslucir el espectáculo.