FLATUS VOCIS
Museo de la palabra
· Por José Luis Heras Celemín
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José Luis Heras Celemín
sábado 05 de noviembre de 2016, 08:34h
«Hace días que llueve a cántaros. Y la gata se comió el último grillo que nos mantenía despiertos». Hay un lugar en el orbe al que llegamos y en el que hoy voy a pararme: El Museo de la Palabra. Un sitio dedicado a poner en valor “La Palabra”: El «flatus vocis», que es algo más que el mero golpe de voz, que refirió algún filósofo, cuando se convierte en herramienta con la que establecer «un vínculo entre personas, culturas y civilizaciones». Invitados por la Fundación César Ejido, fuimos 22: Miguel, Victoria, Fernando, Gloria, Diego, Puri, Carlos, Angela, Joserra, Anselmo, Antonio, Margarita, Manolo, Ana, José Manuel, Mariló, César, Marisa, Abel, Janine, Marina y el que escribe. Unos cofrades de la Muy Ilustre Cofradía del Queso, y otros aspirantes a serlo. Allí estaban el anfitrión, María, Vale y Genaro. Pero antes, vayamos, lleguemos y situémonos allí. No a cántaros, pero llovía en La Mancha. Los nombres de los pueblos iban apareciendo en la pantalla según el mando del GPS del coche aumentaba la escala del mapa: La Guardia, Tembleque, Madridejos, Alcazar de San Juan... La ruta: Se sale de la autopista en La Guardia. Lillo, tras una recta sin curvas. Puentes sobre el río Riansares y dos regatos. La Villa de Don Fadrique. Un molino de viento, en un cambio de rasante suave. Y Quero.
Ya allí, recuerdos de El Quijote en una comida generosa regada con vino tinto. 9 platos con nombres cervantinos: Queso de oveja, Torreznos, Sopa de Ajo, Duelos y Quebrantos, Migas, Asadillo de pimientos con atún, Gachas, Caldereta de Cordero. Y, como postre, natillas coronadas por una Flor de Hojuela azucarada.
Y el Museo. Del latín “museum”, que tiene su origen en la voz griega “museion”, el templo en el que, según la mitología, vivían las musas, las ninfas nacidas en el Olimpo, hijas de Zeus (Dios del Cielo) y Nmosine (diosa de la memoria), con poderes sobrenaturales para producir inspiración artística en los humanos. Pero, cuestiones etimológicas al margen, hoy entendemos por “museo”, el lugar en el que se conservan y exponen colecciones de objetos artísticos o científicos. Según esto, los bienes a conservar y exponer en el Museo de la Palabra deben ser las unidades lingüísticas dotadas de significado: las palabras.
Antes de que Ejido nos introdujera en la concepción que conduce a su idea del museo y nos condujera por las sendas emocionales que permiten degustar formas y contenidos, había una concepción previa sobre un lugar donde se exponen unidades lingüísticas dotadas de significado. El lugar, un palacio-caserón manchego, puede ser adecuado para convertirse en morada de musas olímpicas en las que conservar y exponer colecciones y objetos artísticos y científicos. Pero, al tratarse de palabras, había alguna duda que aclarar: Dónde poner las colecciones de palabras. Cómo tratarlas, acopiarlas, catalogarlas y presentarlas. En qué idiomas. Escritas o con voz sonora...
«Las palabras están en la red», dijo César. Y con ello despejó dudas y se obviaron las servidumbres propias de las cosas tangibles. Después apareció, como hito y base intelectual, una primera afirmación que dotó de contundencia al flatus vocis: «La palabra es el vínculo de la Humanidad; y esta Fundación tiene por objeto ponerla en valor como herramienta para establecer vínculos entre culturas y civilizaciones».
Desde esa realidad, los garabatos y signos con que se plasman palabras y los conjuntos sonoros que las expresan verbalmente se convertían en herramientas para conectar culturas y civilizaciones; también adquirían la condición de instrumentos para poner en relación a las personas; para trasmitir entre ellos información y conocimientos; y para servir de cauce al flujo de sentimientos que vertebra la ventura de la realidad humana.
Una vez definido el concepto “palabra”, Ejido nos fue imbricando, casi acoplando, en la realidad emocional e intelectual del lugar en el que cobran entidad el conjunto de unidades lingüísticas dotadas de significado cuando se agrupan. Una entidad que ha cobrado forma en el Concurso Internacional de Microrrelatos que convoca el Museo en cuatro idiomas (castellano, inglés, árabe y hebreo), al que cada año acuden decenas de miles de relatos y en la que apareció uno especial, muy especial.
De todos los miles de microrrelatos que han llegado a los concursos del Museo de la Palabra, el elegido fue uno de la argentina María Soledad Uranga que fue recitado dos veces: «Hace días que llueve a cántaros. Y la gata se comió el último grillo que nos mantenía despiertos».
Al oírlo la primera vez, el texto fue agradable con el punto sutil de carga emocional. Después, mientras íbamos viendo las estancias y los detalles, al ir percibiendo el enorme contenido de los detalles, la idea primigenia del relato de Uranga, vigorizada por Ejido, explotó en contenidos: días, lluvia, cántaros, gata, despierto.
No parecía lógico que el relato, ese relato, sea sólo la expresión de lo que Uranga creyó que metía en él. Además, en el Museo de la Palabra, aparecía algo que se magnificaba con la aportación de Ejido, como se magnifican las bellezas cromáticas de los cuadros-joya que se se exhiben en las pinacotecas famosas.
Repasado, mientras íbamos viendo “joyas de palabras” o dedicados a la palabra, aparecieron unas unidades emocionales vinculadas a los objetos que Ejido iba mostrando: Colección de El Quijote en varios idiomas, muebles, enseres, habitaciones, cuadros... Y dos tesoros relacionados con la palabra:
Un reclinatorio. O lugar en el que la palabra, convertida en oración, se hace sublime, porque va dirigida a la santidad o a Dios.
Y un diván moderno muy amplio, con dos cuerpos independientes, de piel y reclinable con un mando eléctrico, en la habitación principal. En él César invitó a sentarse al matrimonio que forman Janine y Abel. Y en él se fueron primero sentando y después tendiéndose los dos.
En ese momento, apareció un comentario que no tenía nada de simplista ante quien nos enseñaba el concepto: “Si se les hubiera ofrecido este diván a Mariano Rajoy y Pedro Sánchez, acaso hubieran llegado a un acuerdo”.
Los dos eran en aquellos momentos actores principales de la política nacional y el comentario era oportuno. Mucho más fue la respuesta: “Se les ofreció, pero...”.
El resto de estancia en el lugar, con el cúmulo de sensaciones que se fueron agolpando, fue una especie de descubrimiento continuado en el que las palabras, que flotan en la red, cobraban magnificencia mezcladas con los objetos que estaban a la vista y que tenían otras significaciones que las aparentes: Fotografías de periodistas, embajadores extranjeros, la reina, los objetos...
Y hasta el «Toc, toc» repetido de la aldaba en el portón, que, con su sonido, traspasaba el mero mensaje de quien lo accionaba al otro lado de la puerta para convertirse en una evocación emocionada de ecos de otra civilización.
Relaciones entre personas expresadas en fotografías, colecciones de entes creados en tornos a las palabras (libros), embajadores de países extranjeros en poyos y estantes. Blasones. Idiomas. Una simple información, aportada por alguien sobre la existencia de un garaje que da a los accesos, a algunos accesos, la cualidad de discretos. Y, como despedida, la oferta en envoltura de invitación formal: Disponed de ella, ésta es vuestra casa.
Con el tiempo y en el crisol en el que las emociones maduran las ideas, la invitación sin envoltorios se convirtió en algo distinto a lo que se ve y toca allí:
Convenceos que, entre las ninfas nacidas en el Olimpo que habitan en el mundo emocional e infinito del museo inspirando vínculos entre personas, culturas y civilizaciones, hay algo que sigue existiendo, más allá de la gata y el grillo que nos mantenía despiertos: Nosotros.