Algo no funciona bien en una sociedad cuando su sistema educativo genera un importante nivel de frustración, con una considerable cifra de desocupación de jóvenes universitarios. Cabe recordar que en 2018, el 27,7% de los titulados universitarios que finalizaron sus estudios en 2014 estaban desempleados. A tenor de la desaceleración económica que está experimentando España, todo parece indicar que 2019 no arrojará tampoco un dato positivo a este respecto. La descoordinación entre sistema educativo y sistema económico sigue sin resolverse y se está llevando por medio a toda una generación, que malvive con contratos en prácticas, a tiempo parcial, en la economía sumergida o ha tenido que emigrar a un país que sí pueda darle un futuro mejor, como ha sucedido con excelentes estudiantes españoles que luego se desempeñan extraordinariamente bien a nivel profesional en el extranjero.
Como tantas veces, los políticos no parecen estar dando respuesta a esta realidad tan problemática. Lejos de examinar qué es lo que hace que tantos graduados universitarios están sobrecualificados para sus empleos y que muchos de ellos ni siquiera tengan una oportunidad adecuada en el mercado laboral, insisten en repetir las recetas y los mantras del pasado, o en echarse las culpas de sus reiteradas ineptitudes. No hay audacia desde la política para mover las palancas que podrían comenzar a cambiar esta dinámica tan destructiva, en el que un sistema universitario extremadamente descentralizado y arcaico se ha convertido en un nicho de incompetencia, despilfarro y también en un factor determinante de generación de desempleo. Hace falta redimensionar los centros educativos, buscar sinergias entre instituciones, incentivar al profesorado y a los investigadores y captar talento internacional, enfocando los esfuerzos en I+D+i en unas concretas especialidades en las que se pueden obtener resultados exitosos tangibles que redunden en un beneficio colectivo.
Asimismo, hay que tener en cuenta que, según algunas previsiones, en un futuro no muy lejano el 60% de todas las ocupaciones tienen un 30% de probabilidad de desaparecer por efecto de la digitalización y automatización de procesos, lo cual obligará a replantear la educación. La economía digital y la globalización están revolucionando los mercados y ello obligará a los gobiernos a revisar sus modelos sociales y educativos. En España parece claro que los esfuerzos habrían de concentrarse en el impulso y prestigio social de la Formación Profesional, lo cual supondrá crear incentivos para que los jóvenes quieran elegir este itinerario. En definitiva, el sistema educativo español necesita ser replanteado en su totalidad para que pueda atender mejor las nuevas necesidades y retos del siglo XXI, promoviendo la inclusión social y el desarrollo económico, sin perder de vista la satisfacción de las personas y su autorrealización vital, que a la larga es el factor más definitivo.
Tanto en materia de empleo como en educación los políticos deberían tomar decisiones y asumir sus costes. Ese se supone que es el “arte de la política”: concitar acuerdos y adoptar decisiones audaces que, siendo incómodas para ellos y para algunos colectivos y lobbies, serán beneficiosos para una mayoría social y sobre todo, permitirán afrontar un futuro en mejores condiciones. Lamentablemente, parece que de momento no hay un clima político óptimo para iniciar las medidas de reforma que la situación actual merece.