Muchas veces los árboles no nos dejan ver el bosque, pero lo que nos jugamos desde hace años es la continuidad del proceso encubierto de cambio de régimen que amenaza con socavar paulatinamente -y dinamitar, directamente, si hiciera falta- el actual sistema partitocrático del 78, liquidar sin contemplaciones la Monarquía parlamentaria, convertir España en una confederación de taifas y liquidar nuestras libertades. Este proceso de demolición, del cual el “procès” catalán es solamente un inquietante capítulo, teje una urdimbre silenciosa y sigilosa, en apariencia invisible: el relanzamiento de una ETA mortecina y su blanqueo institucional, la distópica Ley de (Des)Memoria Hist(é)órica que nos quiere imponer una “Verdad” orwelliana sobre la historia de nuestra Patria, el placet dado en su día al más que inconstitucional Estatut que alimentó la actual rebelión separatista en tierras de Wifredo el Velloso y el reciente espectáculo necrofágico del Risco de la Nava. Todo ello es un siniestro y calculado plan que conforma una hidra subversiva y ponzoñosa que Zapatero inicia, Rajoy continúa y Sánchez acelera y agrava.
La presión separatista que prácticamente desde los inicios de la II Restauración, socava los cimientos del Estado, mediante la violencia, la agitación y la subversión política es la parte más descarada y visible de la hoja de ruta antiespañola. Pero más sutil y discreta, sin embargo, pero igualmente mortífera, es la deconstrucción histórica que se realiza a la par.
El objetivo del plan antipatriótico es debilitar nuestra base constitucional, fruto de la llamada Transición. Y para desacreditar este período histórico de tránsito, la confabulación nacionalcomunista necesita demonizar el franquismo del que parte y procede nuestra democracia -la famosa frase torcuatiana “de la ley a la ley”- recordando la legitimidad originaria.
Y para satanizar la era de Franco, las fuerzas antiespañolas necesitan inexorablemente santificar a la sangrienta y sovietizante II República, contra cuya anarquía se levantó el general Franco y las fuerzas nacionales españolas. De aquí, que el primordial objetivo de la llamada “Ley de Memoria Histórica” sea describir la II República como una democracia ejemplar, como un oasis paradisíaco de convivencia, a pesar de que, tras el violento pucherazo izquierdista de las elecciones de febrero de 1936 y el brutal atentado contra don José Calvo Sotelo, por parte de miembros socialistas de la Guardia Civil y de Asalto, el régimen republicano no tenía nada de democrático y sí todo de una revolución marxista en marcha, teñida de sangre, violencia y anarquía.
Este artificioso falseamiento de la historia, necesita imponerse por la fuerza y, por ello, durante décadas, la tiranía de la political correctness ha sido suficiente. Pero la resistencia historiográfica y el hartazgo político ha debilitado y evidenciado la patraña de la “corrección política” y la mentira oficializada. Por ello, ahora se da un paso más, pretendiendo imponer la “verdad oficial” por ley y de forma totalitariamente coercitiva, llegándose a proponer multas y penas de cárcel para los disidentes. No sabemos si también se propondrán el internamiento en hospitales psiquiátricos y campos de reeducación para los desafectos o torturas en diversas ergástulas para los discrepantes.
Ante un pasado convulso y traumático, nuestra democracia se cimentó sobre un espíritu de reconciliación. Los españoles habían luchado en bandos enfrentados, pero habían sabido perdonarse y miraban hacia adelante. En resumen, declararon que el enfrentamiento había prescrito y se negaron tanto a reivindicar la II República como a ocultar la realidad de la dictadura bonapartista de Franco. No se trató de olvidar, sino precisamente de no olvidar para no repetir el error y la desgracia.
Lo más relevante de la reciente profanación y exhumación del cadáver momificado del general Franco, casi 44 años después de su fallecimiento -hecho acaecido, por cierto, en la Residencia de La Paz de la Seguridad Social, inaugurada por él- es que se trata de otro paso más de la trama para romper el sistema. Y, a ello, habría que añadir la gravedad de la ominosa sentencia marchenita del TS, que sanciona la clara indefensión del ciudadano español, carente “de facto” de derechos y convertido en un incapaz, frente a la voluntad omnímoda y arbitraria del hobbesiano poder político.
Que el matonismo del poder ejecutivo y el atropello político hayan sido bendecidos por el poder judicial, con un vergonzoso nihil obstat, es un hecho tan sumamente grave que apuntala la defunción de nuestro Estado de Derecho, sepultando definitivamente la obra De l’esprit des loix del Barón de Montesquieu; o haciendo burla y mofa de aquello que escribiera el escritor y jurisconsulto romano, Publio Ovidio Nasón, hace más de dos mil años: “Inde datae leges, ne fortior omnia posset”(“Las leyes están para que el poderoso no lo pueda todo”)