España no es ni será la excepción europea. Al contrario, España es un alumno adelantado en la formulación de este modelo estatista que ha traicionado los valores de la socialdemocracia. Políticos y burócratas de todo signo han ido aplicando en los últimos tiempos medidas orientadas a incrementar el gasto público y el consumo artificialmente, para mantenerse en el poder a cualquier precio y amortiguar los efectos de la crisis, en una clara huida hacia delante para ganar un tiempo que luego no han aprovechado para realizar las auténticas reformas que el sistema necesitaría para estar realmente reequilibrado y ser sostenible. Lo que sólo estaría justificado temporalmente, se ha cronificado. La economía europea, sobre todo la del sur, está dopada de deuda, y de hecho sólo es capaz de crecer si hay endeudamiento y un mayor gasto público. Es un crecimiento artificial y extremadamente frágil, porque hace a los países dependientes del crédito exterior y de la creación de dinero gratis, con intereses prácticamente nulos. Las políticas monetarias de flexibilización cuantitativa del Banco Central Europeo y unos bajísimos tipos de interés volvieron a estimular los síntomas de la crisis, a partir del sobreendeudamiento privado, que con el tiempo se ha traspasado a las haciendas públicas.
El endeudamiento público-privado masivo es reflejo de la irresponsabilidad en la que está sumida una gran parte de los políticos y gestores públicos, quienes creían poder seguir gastando más de lo que ingresaban porque sabían que el banco central seguiría asumiendo y respaldando sus emisiones de deuda pública e inundando el mercado con dinero gratis, mientras que las soluciones estructurales, profundas y eficientes se posponían sine die o eran meramente cosméticas o tangenciales. Las medidas políticas y financieras poscrisis no han hecho sino incrementar la desigualdad social porque inducen a las clases medias a volver a consumir por encima de sus capacidades y a no ahorrar, limitando el crecimiento de la economía productiva. El resultado de ello ha sido un conjunto de países europeos con un alto endeudamiento público, como España, y con graves deficiencias estructurales, en su modelo de protección social. El cuantioso coste financiero de la deuda hace que en la práctica haya muy poco margen para orientar los recursos públicos hacia inversiones productivas, a diferencia de los países con las economías más saneadas y limpias, con gestores prudentes y responsables. España sobrevive sin ser intervenida porque está pudiendo refinanciar su deuda pública gracias a la bancocracia europea, pero si estos estímulos artificiales se retirasen, todo volvería a resquebrajarse muy rápido. Tampoco nos podemos olvidar del viento de cola que supuso el abaratamiento del precio de los hidrocarburos ni la “primavera árabe”, factores que sin duda ayudaron a la recuperación virtual de las empresas españolas. El crecimiento de la economía española se ha hecho en los últimos años, sobre todo, devaluando al factor trabajo y no mediante una subida de la productividad real del empleo (vía educación y tecnología) ni de políticas industriales en sectores de alto valor añadido. Los espejismos de los últimos años, con una virtual recuperación, impidieron reconocer y examinar debidamente las agudas vulnerabilidades subyacentes.
Las dos grandes medidas del consenso socialdemócrata europeo (deuda pública y bajos intereses) han generado un creciente volumen de desigualdad social, en el que los más perjudicados han sido los países europeos más golpeados por esta mentalidad e inercia: España, Grecia, Italia y Portugal. Son países muy endeudados y cuyos servicios públicos no son tampoco los mejores ni los gestionados más ejemplarmente. Los países menos transparentes, pero más despilfarradores son precisamente los países representativos de este estatismo de corte socialdemócrata, en los que se penaliza el ahorro y la inversión productiva, y en general, las actitudes de emprendimiento, mérito, esfuerzo personal y autorresponsabilidad privada y pública. En dichos países, una buena parte de los impuestos de los contribuyentes no se destinan a pagar los servicios públicos, sino los intereses de esa deuda que generan precisamente las decisiones de sus altos cargos políticos y burocráticos, los cuales como en España, por cierto, gozan de aforamiento judicial. Sus partitocracias socialdemócratas de izquierda o de derecha, han hipotecado el futuro de sus ciudadanos, sobre todo de los más jóvenes. En el caso español, su sociedad ha devenido en un modelo intervencionista que gira en torno a tres grandes grupos sociales mayoritarios: funcionarios, desempleados y pensionistas. Son estos tres colectivos los que determinan las elecciones y cualquier clase de política económica a largo plazo, con todo lo que ello implica.
Las medidas del consenso socialdemócrata han sido muy lesivas para las empresas, sobre todo para las más pequeñas y vulnerables, perjudicando la recuperación de la economía y del mercado de trabajo, porque a diferencia de lo que algunos se piensan, quienes crean trabajo y riqueza en España son sobre todo las pymes, no los políticos ni sus burocracias administrativas. Las medidas socialdemócratas han impedido que estas empresas puedan financiarse correctamente y por tanto crecer y expandirse adecuadamente. Las escasas fuentes de financiación ajena disponibles para las empresas españolas hacen que estén muy “bancarizadas”, esto es, muy dependientes del gigantesco oligopolio bancario español, cuyos incentivos para hacer negocio están ya actualmente más alineados con otras actividades y servicios, financiando al Estado o a grandes corporaciones multinacionales, o cobrando sus servicios vía comisiones, por causa precisamente de las políticas monetarias al servicio de políticos y burócratas.
La socialdemocracia partitocrática ha pretendido satisfacer sus promesas estatalistas a costa de la economía productiva, hasta que la redistribución de riqueza deja de ser posible porque el sistema ya no genera empleo ni riqueza. Todo esto no son más que los vetustos estigmas del socialismo clásico: la devaluación del dinero, la presión fiscal y el desincentivo al emprendimiento y a la iniciativa privada. Las consecuencias de esta mala praxis colectivista son bien simples y conocidas: poco trabajo y de mala calidad. El resultado en última instancia no puede ser otro que la huida del talento, la fuga de los capitales, el empobrecimiento y la paulatina extinción de la clase media y su recambio por amplias capas sociales de población frágil y dependiente de ayudas y subsidios, lo que retroalimenta el crecimiento del gasto público y de las emisiones de deuda. Consiguientemente, cuando el sistema colapsa, el populismo y su demagogia encuentran el perfecto caldo de cultivo.
En términos geopolíticos, un país negligentemente “estatolátrico”, a la par que ineficiente y descontroladamente descentralizado en su Administración Pública, como España, asigna muy mal los recursos públicos y es incapaz de crear los incentivos adecuados para que se den las condiciones objetivas de la prosperidad y del bienestar social sostenible. Queda abocado a sufrir, tarde o temprano, una pérdida brutal de soberanía, al quedar sometido a los intereses e injerencias de las potencias acreedoras y de los especuladores de su deuda. La Grecia actual, tras Syriza y el demagogo Tsipras, es el icono de lo que le espera próximamente a España con un gobierno socialdemócrata-populista, un Estado socialista y “podemizado”, que intensificará su endeudamiento público, su descentralización administrativa y su vulnerabilidad social, y que llevará a España por la senda que ya recorrió Grecia, con la salvedad de que el tamaño de la economía española es cinco veces la helena. El hipotético pero cada vez más previsible crash de la economía española tendrá un impacto sistémico europeo y quizá también mundial.